El alumno responderá a las cuestiones siguientes:
1)Descripción del contexto histórico-cultural y filosófico que influye en el autor del texto
elegido.
2)Comentario del texto:
Apartadoa) Explicación de las dos expresiones subrayadas.
Apartado b) Identificación y explicación del contenido del texto.
Apartado c) Justificación desde la posición filosófica del autor.
3)Relación del tema o el autor elegidos con otra posición filosófica y valoración razonada de
su actualidad.
2012-2013
Opción A:
El conocimiento es la adquisición de verdades, y en las verdades se nos manifiesta el
universo trascendente (transubjetivo) de la realidad. Las verdades son eternas, únicas e
invariables. ¿Cómo es posible su insaculación dentro del sujeto? La respuesta del
racionalismo es taxativa: sólo es posible el conocimiento si la realidad puede penetrar en él
sin la menor deformación. El sujeto tiene, pues, que ser un medio transparente, sin
peculiaridad o color alguno, ayer igual a hoy y a mañana -por tanto, ultravital y
extrahistórico. Vida es peculiaridad, cambio, desarrollo; en una palabra:
historia.
ORTEGA Y GASSET, J., El tema de nuestro tiempo, “La doctrina del punto de vista”.
Opción B:
A fin de hallar un principio que regule esas desigualdades, recurrimos a nuestras más firmes
convicciones razonadas sobre derechos y libertades básicos iguales, sobre el valor
equitativo de las libertades políticas y sobre la igualdad equitativa de oportunidades.
Salimos de la esfera de la justicia distributiva en sentido estricto para ver si podemos aislar
un principio distributivo apropiado valiéndonos de esas convicciones más firmes, toda vez
que sus elementos esenciales son representados en la posición original como un
mecanismo de representación. Este mecanismo está pensado para ayudarnos a decidir qué
principio, o principios, seleccionarían los representantes de ciudadanos libres e iguales para
regular las desigualdades sociales y económicas en esas perspectivas globales de vida,
cuando asumen que ya están aseguradas las libertades básicas iguales y la equidad de
oportunidades.
RAWLS, J., La justicia como equidad. Una reformulación.
2013-2014
Opción A:
“Cada vida es un punto de vista sobre el universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra.
Cada individuo —persona, pueblo, época— es un órgano insustituible para la conquista de la
verdad. He aquí cómo esta, que por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una
dimensión vital. Sin el desarrollo, el cambio perpetuo y la inagotable aventura que constituyen la
vida, el universo, la omnímoda verdad, quedaría ignorado.
El error inveterado consistía en suponer que la realidad tenía por sí misma, e
independientemente del punto de vista que sobre ella se tomara, una fisonomía propia.
Pensando así, claro está, toda visión de ella desde un punto determinado no coincidiría con ese
su aspecto absoluto y, por tanto, sería falsa.”
Ortega y Gasset, J.: “La Doctrina del Punto de Vista”, en El tema de nuestro tiempo.
Opción B:
“Para tratar de responder a esta cuestión recurriremos a una formulación revisada de los dos
principios de justicia discutidos en la Teoría de la Justicia. Ahora deberían rezar así:
a) cada persona tiene el mismo derecho irrevocable a un esquema plenamente adecuado
de libertades básicas iguales que sea compatible con un esquema similar de libertades
para todos;
y
b) las desigualdades sociales y económicas tienen que satisfacer dos condiciones: en
primer lugar, tienen que estar vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos en
condiciones de igualdad equitativa de oportunidades; y, en segundo lugar, las
desigualdades deben redundar en un mayor beneficio de los miembros menos
aventajados de la sociedad (el principio de diferencia).”
Rawls, J.: La justicia como equidad. Una reformulación.
2014-2015
Opción A:
De esta manera, la peculiaridad de cada ser, su diferencia individual, lejos de estorbarle para captar la
verdad, es precisamente el órgano por el cual puede ver la porción de realidad que le corresponde. De
esta manera, aparece cada individuo, cada generación, cada época como un aparato de conocimiento
insustituible. La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y
así sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales
de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta.
ORTEGA Y GASSET, J., El tema de nuestro tiempo, “La doctrina del punto de vista”.
Opción B:
A fin de hallar un principio que regule esas desigualdades, recurrimos a nuestras más firmes
convicciones razonadas sobre derechos y libertades básicos iguales, sobre el valor equitativo de las
libertades políticas y sobre la igualdad equitativa de oportunidades. Salimos de la esfera de la justicia
distributiva en sentido estricto para ver si podemos aislar un principio distributivo apropiado
valiéndonos de esas convicciones más firmes, toda vez que sus elementos esenciales son
representados en la posición original como un mecanismo de representación. Este mecanismo está
pensado para ayudarnos a decidir qué principio, o principios, seleccionarían los representantes de
ciudadanos libres e iguales para regular las desigualdades sociales y económicas en esas perspectivas
globales de vida, cuando asumen que ya están aseguradas las libertades básicas iguales y la equidad de
oportunidades.
RAWLS, J., La justicia como equidad. Una reformulación.
2014-2015
Opción A:
Hasta ahora, la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los
tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y
otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del
sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su articulación con
otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde
aquélla se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación.
ORTEGA Y GASSET, J., El tema de nuestro tiempo, “La doctrina del punto de vista”.
Opción B:
La idea del liberalismo político surge del modo siguiente. Partimos de dos hechos: primero, del hecho
del pluralismo razonable, el hecho de que la diversidad de doctrinas comprehensivas razonables es un
rasgo permanente de la sociedad democrática; y, segundo, del hecho de que en un régimen
democrático el poder político es concebido como el poder de los ciudadanos libres e iguales como
cuerpo colectivo. Estos dos aspectos dan lugar a un problema de legitimidad política. Porque si el
hecho del pluralismo razonable caracteriza siempre a las sociedades democráticas y si el poder
político es en realidad el poder de ciudadanos libre e iguales, ¿en virtud de qué razones y valores –en
virtud de qué clase de concepción de la justicia- pueden los ciudadanos ejercer legítimamente el poder
los unos sobre los otros? El liberalismo político responde que la concepción de la justicia debe ser una
concepción política.
RAWLS, J., La justicia como equidad. Una reformulación.
FILOSOFÍA CAMOENS 2º BACHILLERATO
lunes, 23 de mayo de 2016
RAWLS
JOHN RAWLS (1921-2002, siempre en
EE.UU.)
Obras:
- Teoría
de la justicia (1971)
- Liberalismo
político (1993)
- The
law of peoples (la "s" de people
no es una errata, porque no significa "la gente", sino la forma
abstracta "gentes"; el título se traduce como El derecho de gentes. Fue publicada en 1999).
-
Justica as fairness: a restatement (2001), traducida al español: Justicia como equidad: una reformulación.
A esta obra pertenecen los textos de selectividad.
La filosofía de John Rawls se centra
en una cuestión iniciada por Sócrates y Platón hace dos mil quinientos años:
¿qué es la justicia? El salto temporal al mundo contemporáneo hace que esta
pregunta se replantee en los siguientes términos: ¿en qué medida la justicia -y
qué tipo de justicia- puede servir de base para legitimar el Estado liberal y
el liberalismo político? ¿Es posible justificar las bases morales de la
estructura básica de la sociedad para que ésta sea racionalmente legítima y
perviva así a lo largo del tiempo a través de innumerables generaciones, con
independencia de que, en su seno, cohabiten y se sucedan diferentes ideologías
y programas políticos?
Hay que precisar lo que Rawls
entiende por Estado liberal y liberalismo político. No se trata de liberalismo
económico, sino de Estado de derecho donde, por un lado, el conjunto de la
población tiene garantizada una serie de derechos y libertades y, por otro, el
poder político se constituye a través de la democracia. Así pues, las preguntas
anteriores podrían reformularse de forma más concreta: ¿qué es lo que hace
ilegítimo un Estado que no cumpla dichas exigencias? La cuestión de legitimidad
del Estado de derecho debe hallar su respuesta, según Rawls, en una teoría de
la justicia.
Puesto que la filosofía política de
Rawls gira en torno al concepto de justicia, conviene hacer un breve relato de
la idea de justicia a través del pensamiento occidental. Rawls no lo realiza,
simplemente lo conoce y lo asume como parte de la cultura general. Conviene que
nosotros lo tengamos presente para entender mejor las aportaciones de Rawls en
el contexto de la historia de la filosofía.
I. BREVE HISTORIA DE LA IDEA DE
JUSTICIA.
La primera noción de justicia que
surgió en Occidente fue la justicia
retributiva, entendida como castigo
proporcional a la gravedad de la falta o del crimen, independientemente de que
esta medida produzca beneficios tangibles. Se suele denominar Ley del Talión, término que deriva del
latín talis o tale y significa "idéntico" (de ahí el español
"tal"). Dos ejemplos de justicia retributiva son el código de
Hammurabi (s. XVIII a. C.) y la bíblica ley de Moisés, cuya expresión más
famosa aparece en el Deuteronomio (19:
17-21): vida por vida, ojo por ojo,
diente por diente, mano por mano, pie por pie.
En la mitología griega, la justicia
estaba encarnada en la diosa Diké. El
presocrático Anaximandro, dando
muestras del paso del mito al logos, utilizó la término diké para referirse al primer concepto filosófico de la justicia,
tal y como revela en el único fragmento escrito suyo que se conserva: Por necesidad las cosas dan justicia (diké)
unas a otras a partir de la injusticia (adikía) según el orden del tiempo.
Podemos interpretar la justicia en sentido ontológico, como orden natural que
brota del caos. La injusticia (adikía)
indica predominio, por ejemplo, el día como predominio de la luz y la noche
como predominio de la oscuridad. Sólo el fluir continuo del día y la noche
cumple un equilibrio (diké)
cosmológico, poniendo a cada cosa en su sitio (los hombres mortales por
oposición a los dioses inmortales, el cielo por oposición a la tierra, etc.).
Platón también
considera la justicia en el sentido de equilibrio u orden que pone a cada cosa
en su lugar propio. Así, la justicia en el ser humano es el equilibrio entre
las partes del alma y, en la polis,
el equilibrio entre las partes que la conforman. Platón consideraba que el
resultado de la justicia es la excelencia en el comportamiento, areté, virtud o simplemente "el
bien".
Aristóteles fue el primer pensador en precisar diferentes conceptos de justicia. En su Ética a Nicómaco, sostiene que hay dos situaciones básicas que
describen la injusticia: cuando se transgrede una ley y cuando se perjudica a
alguien por culpa de un comportamiento codicioso. El primer caso nos remite a
una idea general de justicia, lo legal. El segundo caso, remite a una idea de
justicia particular: el respeto y la igualdad de trato.
Según Aristóteles, la justicia
general señala procedimientos e instituciones que han de ser iguales para
todos, es en cierta medida objetiva. La justicia particular, en cambio, remite
al respeto del individuo a las normas y, en tanto que depende de cada uno, es
en cierto sentido subjetiva. En realidad, se trata de la misma noción de
justicia, pero enfocada en dos niveles de realización distintos, el más amplio
(justicia general o universal) y el restringido (justicia particular).
En la obra mencionada, Aristóteles
considera que la justicia también se puede definir de tres formas distintas:
a) Justicia correctiva o rectificativa, que puede ser compensación por daños y perjuicios, igualamiento mediante supresión de
desventajas injustas, o incluso castigo
(pago extra por el mal causado).
b) Justicia distributiva, que regula
el reparto de bienes por diferencias de mérito.
c) Justicia conmutativa, que establece una igualdad aritmética de trato en las relaciones comerciales (i.e.,
un intercambio es justo si y sólo si los objetos de intercambio son ambos a su
vez intercambiables por un tercero -según el principio de que si dos cantidades
son equivalentes cada una a una tercera entonces son equivalentes entre sí).
Santo Tomás de Aquino define, por su parte, tres tipos de justicia:
a) Justicia conmutativa, que regula
la relación de los individuos entre sí mediante la igualdad de trato y el
respeto ("dar al otro lo que se le debe").
b) Justicia distributiva, que regula
la relación de la comunidad con el individuo.
c) Justicia legal, que regula la
relación de cada miembro con la comunidad.
Al pasar a la Edad Moderna, la filosofía política se escinde de la ética,
y la justicia, por tanto, se circunscribe únicamente al ámbito de las leyes y
del Estado, fuera del ámbito moral. Así, por ejemplo, Thomas Hobbes considera que la justicia
(y su ausencia, la injusticia) sólo tienen lugar allí donde hay leyes (porque o
bien se cumplen, o bien se incumplen). El único lugar donde existe la legalidad
es el Estado contractual, es decir, la organización política básica obtenida
mediante un pacto. Fuera del Estado, en lo que sería el estado de naturaleza
salvaje, no hay justicia ni injusticia, sólo incertidumbre por el imperio de la
ley del más fuerte.
John Locke, por su parte, consideraba
que existen derechos naturales (el derecho a la vida, a la libertad y a la
propiedad) que son universales y establecidos por naturaleza. El Estado puede
respetarlos o no, pero la justicia funcionará allí donde se cumplen dichos
derechos de acuerdo a la naturaleza humana. Hobbes y Locke sentaron las bases para el debate entre contractualistas
(el derecho y la justicia son convencionales, establecidos por medio pactos o
contratos entre los hombres) y iusnaturalistas (el derecho y la justicia son
universales y naturales, y por ello deben respetarse).
Inmanuel Kant defendía que la justicia debe desligarse del ámbito moral y
basarse únicamente en el principio a priori del derecho: cada persona
ha de poder hacer lo que quiera bajo condiciones tales que cualquier otro pueda
también hacerlo. La libertad es la base del derecho, pero libertad restringida
por la igualdad. La justicia y la legalidad deben desarrollar dicho principio
en cada ámbito de la vida pública. Por otra parte, Kant insiste en la idea de
que en política, así como en derecho y en materia de conocimiento (ciencia),
todo ha de ser expuesto a la luz de la
razón pública universal, porque su universalidad radica en que la razón
humana es intersubjetiva.
Finalmente, la justicia pasó a convertirse en "justicia social" de la
mano de Rousseau y más tarde con Marx. Para Rousseau, todo contrato social
es justo en la medida en que representa la voluntad general (el bien común).
Por su parte, Marx defiende que la justicia social llegará cuando el derecho
burgués se amplíe a toda la población, lo cual exige que desaparezcan las
diferencias sociales de clase.
Como veremos a continuación, John Rawls se situará en el lado
contractualista, asumirá buena parte de las ideas kantianas actualizándolas al
contexto del liberalismo político contemporáneo y centrará su reflexión
filosófica en torno al concepto de justicia distributiva.
II. LA CRÍTICA AL UTILITARISMO.
Cuando John Rawls publicó en 1971 su Teoría de la justicia dejó claro que su
filosofía política se iba a construir partiendo de un rechazo absoluto al
utilitarismo, que era la corriente ético-política de moda en el mundo
anglosajón.
El utilitarismo,
iniciado por los ingleses Jeremy Bentham (s. XVIII) y John Stuart Mill (s.
XIX), se basaba en primar lo bueno sobre
lo justo en toda consideración ética o política. Esta corriente define el bien como utilidad social.
Así pues, se trata de diseñar los mecanismos
para conocer las demandas sociales mayoritarias y actuar consecuentemente.
El objetivo es maximizar el bienestar,
conseguir "la mayor felicidad para el mayor número".
Rawls enfoca su crítica al
utilitarismo en tres puntos:
a) Los llamados decisores sociales (hombre o grupo de hombres elegidos
racionalmente para determinar las demandas mayoritarias) conducen una despersonalización del proceso político
y conllevan la eliminación de la
pluralidad y diversidad de las propias demandas sociales.
b) La decisión acerca de qué es el
bien se vuelve, por tanto, unilateral
porque depende de unos pocos.
c) Las garantías de libertad quedan en suspenso, ya que son simples
"medios" eventuales y contingentes para la consecución del bienestar.
Ayer, la sociedad reclamaba libertades por encima de todo; hoy, la mayoría
social reclama seguridad. Si todo depende de las demandas mayoritarias, piensa
Rawls, las libertades básicas se someten a la incertidumbre.
Frente al utilitarismo, Rawls va a primar lo justo sobre lo bueno, como hizo Kant. Por eso, se ha
puesto a su filosofía el apodo de "deontológica[1]"
o "formal" (porque, al igual que Kant, le da más importancia al deber
y a la justicia), para distinguirla de otras filosofías prácticas llamadas
"teleológicas" o
"materiales" (que convierten a la praxis moral y política en un
instrumento para lograr fines concretos como pueden ser la felicidad, el placer
o el bien). El utilitarismo sería un ejemplo de filosofía material.
III. LA CRÍTICA DE RAWLS AL CONCEPTO
DE JUSTICIA DISTRIBUTIVA: EL PROBLEMA DEL DISEÑO DE LA ESTRUCTURA BÁSICA DE LA
SOCIEDAD.
Ya hemos dicho que la filosofía de
Rawls se centra en el concepto de justicia distributiva. Sin embargo, no toma
su significado de cierto autor o filosofía anterior, sino que reflexiona sobre
él y lo precisa. Rawls logra distinguir
dos sentidos muy distintos de la justicia distributiva:
1º) Entendida como asignación (justicia asignativa), la justicia se plantea en
torno a la pregunta sobre cómo repartir
o distribuir los bienes y asignar recursos. Esta noción, según Rawls, tiende a la eficiencia como horizonte,
es decir, a una concepción de la racionalidad puramente instrumental, técnica o
estratégica. Por ello, se abandona la reflexión moral sobre las razones de
elección de un modelo de organización social frente a otro. Es decir, desde el
punto de vista de la justicia asignativa, la justicia es independiente a si el
Estado es totalitario o no, si es autoritario o no, si es democrático o no,
etc. Sólo atiende a una cosa: si el reparto es eficaz, con el fin de mejorar
los mecanismos técnicos de distribución.
2º) Entendida como equidad (así la defiende Rawls), la cuestión se centra en cómo organizar de forma justa la estructura
básica de la sociedad. Se trata, por tanto, de pensar "cómo deben estar
reguladas las instituciones de la estructura básica (...) para que un sistema
social de cooperación equitativo, eficiente y productivo se pueda mantener a
través del tiempo, de una generación a la siguiente". De esta forma, la
reflexión de Rawls sobre la justicia distributiva se plantea el problema de la justificación y determinación de las bases
morales de la estructura básica de la sociedad.
Debe quedar claro que la estructura básica de la sociedad es el
diseño elemental del Estado, es decir, la Constitución, los derechos
fundamentales y las instituciones políticas y sociales. Otra cosa serán las
diversas políticas e ideologías que puedan tener lugar en dicho marco elemental
que, en cualquier caso, deberán respetar los límites establecidos.
IV. LOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA.
Una vez delimitado el ámbito de la justicia como equidad (estructura
básica de la sociedad), podemos presentar los principios en que ésta se
manifiesta:
1º) Principio de libertad: "cada persona debe tener un derecho
igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales compatible con un
esquema similar de libertades para otros". Se trata de una reformulación del a
priori del derecho kantiano. Un esquema de libertades no es un simple
conjunto ni una serie, sino un sistema donde las libertades deben compaginarse
y restringirse unas a otras, mostrando su interdependencia. Por ejemplo,
concebimos las siguientes libertades básicas:
-de expresión;
-de asociación;
-de conciencia;
-de pensamiento;
-libertad política;
-posesión de la propiedad personal;
-no ser objeto de detención
arbitraria.
Cabrían más, desde luego, pero lo
importante de este ejemplo es entender que, al constituir todas ellas un
esquema, forman un sistema, se hacen interdependientes y así configuran
restricciones. Por ejemplo, nadie puede reclamar racionalmente su derecho a la
libertad de expresión si su acción suprime la misma libertad en otra persona, o
bien si atenta contra otras libertades.
Pues bien, Rawls considera que el principio de libertad debe ofrecer el abanico más
amplio de libertades que cumpla todas las exigencias de compatibilidad dentro
del propio esquema y que sea igual para todas las personas.
2º) El principio de equidad: este principio no regula las libertades,
sino las desigualdades sociales y económicas (por ejemplo, el acceso a los
cargos públicos y el reparto de cargas fiscales y bienes). Se divide en dos:
a) El principio de igualdad de oportunidades, según el cual los cargos
públicos deben estar abiertos a todas las personas con independencia de su condición
social y económica.
b) El principio de la diferencia (o "MAXIMIN"), que
regularía la distribución de tasas y cargas fiscales, así como el reparto de
bienes, de tal forma que resultase en el mayor beneficio de los miembros más
desfavorecidos de la sociedad.
Rawls insiste en que, pese a que todos los principios de justicia mencionados son
importantes, el primero (el principio de
libertad) es prioritario y, de los dos en que se divide el segundo, es más
importante el principio de igualdad de oportunidades que la regla MAXIMIN. Esta precisión resulta fundamental para que
los principios de justicia sean operativos a la hora de solucionar posibles
conflictos entre ellos.
V. LA POSICIÓN ORIGINAL Y EL VELO DE
LA IGNORANCIA.
Una de la teorías más polémicas de
Rawls es su hipótesis de la posición original. Se trata de una situación
imaginaria (al más puro estilo de la polis
ideal platónica) en la cual se garantizaría la equidistancia entre las partes de un conflicto ético-político, para
lograr unanimidad en el acuerdo. Dicha equidistancia haría que el acuerdo se
construyese sobre la base de una estricta racionalidad compartida, imparcial, en
vez de una lucha de intereses o un simple triunfo de la mayoría sobre la
minoría. La equidistancia entre las partes en conflicto sólo puede lograrse,
piensa Rawls, si cada una de ellas asume "el velo de la ignorancia", es decir, si pone en suspenso sus
intereses, sus ventajas y desventajas, sus particularidades, sus prejuicios e
incluso conocimientos respecto a otros.
Rawls insiste en que es una situación hipotética, irreal, ahistórica
(es decir, nunca ha ocurrido ni ocurrirá). Sólo cumple la función teórica de
representar el lugar "racional" donde se fundamentan los principios
de justicia anteriormente señalados.
VI. LA RAZÓN PÚBLICA.
La hipótesis de la posición original
fue presentada en 1971, en su Teoría de
la justicia. Desde entonces, ha sido objeto de innumerables críticas desde
todos los frentes. En sus dos últimos escritos, El derecho de gentes (1999) y Justicia
como equidad: una reformulación (2001), Rawls contesta a esas críticas y
trata de corregir o, mejor dicho, complementar su hipótesis de la posición
original con el concepto de "razón pública", un concepto, dicho sea
de paso, con fuertes resonancias kantianas.
Antes de explicarlo, conviene resumir las críticas vertidas
sobre la posición original:
- Se trata de una quimera
racionalista, irreal, imposible, inútil.
- Sólo se podría sostener por medio
de la imposición.
- En ella desaparecen todos los
rasgos sociales, etnológicos, psicológicos... connaturales a los seres humanos.
- La equidistancia entre las partes,
incluso si fuese lograda, no garantizaría unanimidad en los acuerdos: puede
haber discrepancias racionales.
- La posición original no sirve de
fundamento racional para los principios de justicia, no es una fundamentación
convincente.
- El velo de la ignorancia sólo es
posible por medio de la voluntad de acuerdo de las partes en conflicto, lo cual
genera contradicción y constituye una petición de principio. Se supone que si
hubiese voluntad de acuerdo no habría conflicto, y si hay conflicto es que no
existe voluntad de acuerdo.
- La posición original rezuma
"etnocentrismo", se le da prioridad intelectual al racionalismo de
Occidente frente a otros discursos posibles, se aniquila la diversidad cultural
en aras de una sola tradición: la razón moderna e ilustrada.
Ante este aluvión de críticas, Rawls propondrá el uso público de la razón
(o razón pública) como un ámbito imparcial al que debe recurrir todo miembro
particular del Estado liberal para denunciar vulneraciones de derechos y
libertades, así como cualquier otro menoscabo a la justicia de la estructura
básica de la sociedad (por ejemplo, demandar la injusticia de cierta ley o
de cierta actuación política). El “uso
público de la razón” obliga a los participantes a plantear sus exigencias no
como defensa de intereses particulares, sino de forma racional y universal,
argumentando a partir de derechos y deberes ciudadanos y proyectando sus
exigencias sobre esos mismos derechos y deberes. La estructura básica de la
sociedad debe garantizar asimismo el acceso de cualquier ciudadano a la razón
pública.
Si nos fijamos, el uso público de
razón personaliza o encarna en una acción más concreta y factible lo que antes
quedaba diluido en el terreno abstracto y teórico de la posición original. Sin
embargo, los críticos de Rawls siguen considerando que la razón pública es
etnocéntrica y suprime la diversidad cultural, ya que obliga a los ciudadanos a
construir demandas por medio de un discurso racionalista ceñido a una
estructura legal preestablecida. O bien se impone por la fuerza (lo cual
generaría contrasentido con que la razón pública es "de todos"), o
bien por el puro voluntarismo de la población (lo que nos llevaría a un
optimismo ingenuo), o bien resultaría inoperante.
En defensa de Rawls, cabe decir que
su teoría de la justicia no pretende establecer procedimientos, sino criterios
de validez. Por tanto, es absurdo (e ingenuo) pedirle a Rawls un procedimiento
técnico para establecer justicia. Su filosofía práctica nos brinda un criterio
de validez para criticar si un Estado político es justo o no, si una demanda
pública es justa o no, etc.
VII. COMPARACIÓN ENTRE RAWLS Y OTROS
AUTORES CONTEMPORÁNEOS.
Vamos a comparar la filosofía
práctica de John Rawls con dos autores, uno totalmente ajeno a su posición
filosófica, el estadounidense Richard Rorty (1931-2007), y otro que, al igual
que Rawls, es neokantiano, pero pretende corregir y "suplir" las
carencias de Rawls en cuanto a la fundamentación filosófica de la "razón
pública", el alemán Jürgen Habermas (nacido en 1929).
Richard Rorty puede
ser considerado como uno de los más grandes pensadores relativistas de todos
los tiempos, aunque él mismo nunca quiso calificarse de relativista y optó por
el título de "pragmatista". Podemos presentarlo como un relativista
que aporta soluciones a los desafíos que plantea el propio relativismo
(principalmente soluciones al problema de ausencia de criterios de validez). Para
Rorty, todo acuerdo intersubjetivo, sea sobre asuntos prácticos o teóricos, es
posible en la medida en que las personas que participan en él hablan y se
entienden. La única barra de medir la “eficacia” o la “validez” de todo acuerdo
es el lenguaje compartido, o sea, el hecho de que las razones aducidas por unos
resulten comprensibles para los otros y viceversa. No es posible, según Rorty,
establecer un criterio de validez externo a la práctica discursiva o
argumentativa. Lo “bueno”, lo “justo”,
la “felicidad”, el “placer”… y, en general, la validez de las normas éticas y
políticas será aquello que se acepta justificadamente por todos los
participantes en un discurso abierto. Nadie puede imponer desde fuera
verdades absolutas u objetivas. Rorty sostiene que los únicos criterios válidos
que sirven para distinguir entre discursos legítimos e ilegítimos son la
democracia y la solidaridad. Por democracia entiende la total apertura hacia el
punto de vista de cualquier “otro” que pretenda sumarse al discurso. Por
solidaridad entiende el esfuerzo de cada uno por hacerse entender o por
facilitar la máxima inclusión de todo “otro”. Simplemente poniendo en marcha
este par de criterios, Rorty confía en que el pragmatismo haga todo lo demás,
es decir, nos inste a buscar continuamente acuerdos para resolver nuestros
problemas y así aprender a convivir en un mundo de diversos.
Por otra parte encontramos la solución de Habermas, conocida como
"ética del discurso". Él sí distingue, a diferencia de Rorty,
entre el uso práctico y el uso teórico de la razón. La racionalidad teórica se
basa en comprobar cómo la realidad choca contra nuestras creencias ingenuamente
aceptadas, de modo que la misma realidad nos insta a crear nuevas creencias,
las cuales, presumiblemente, terminarán haciéndose añicos y así vuelta a
empezar. El criterio de validez para la racionalidad teórica es la fuerza de
los hechos, el mundo objetivo. En cambio, en el ámbito práctico de la ética y
de la política no hay un mundo de hechos que ponga a prueba nuestras teorías,
sino que lo único que encontramos son normas y leyes que pueden ser o no ser
aceptadas. Por lo tanto, según Habermas, el criterio de validez para toda norma
moral y ley política es la ausencia o presencia de acuerdo. Para Habermas, la
cuestión es: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad para el ejercicio de la
racionalidad práctica? En otras palabras: ¿cuál es su fundamento?
Para Habermas, la carencia principal
del planteamiento de Rawls reside en su negativa de buscar una fundamentación
filosófica de la racionalidad en su uso público. Así, no queda claro cuáles
serían las condiciones de posibilidad del entendimiento mutuo (de la
intersubjetividad) más allá de la indefinida “posición original” y el “velo de
la ignorancia”, lo que nos llevaría otra vez al puro pragmatismo de Rorty, a la
mera idea de un “voluntarismo” imprescindible para lograr el acuerdo. Más aún,
esta carencia, de un modo u otro, es común, según Habermas, a todas las
corrientes contemporáneas, puesto que todas ellas desterraron por principio la
posibilidad de fundamentar filosóficamente la racionalidad práctica. Habermas
tratará, por tanto, de retomar las intenciones kantianas, el proyecto de la
Ilustración, pero asumiendo el giro lingüístico de la filosofía y los desafíos
de la postmodernidad (principalmente el problema del multiculturalismo). Así
pues, como veremos, la ética discursiva habermasiana se propone ofrecer un
criterio universal de racionalidad práctica para que las carencias del
“voluntarismo” se vean reforzadas por un “cognitivismo” de fondo.
Lo primero que propone la ética del discurso es abandonar la idea
kantiana acerca de que “lo fenoménico” (inclinaciones, motivos subjetivos, instituciones del Estado
y de la sociedad, etc.) y “lo
inteligible” (el deber, la voluntad libre y el a priori del derecho) son dos ámbitos separados. Por
consiguiente, la ética del discurso afirma que ambos conviven y se entremezclan en la praxis comunicativa cotidiana.
A partir de aquí, de este factum,
Habermas considera inviable el planteamiento kantiano de un discurso monológico
interno universalista (apoyado en el yo transcendental) como punto de partida. De lo que se trata es que a través de la
praxis comunicativa cotidiana afloren planteamientos de intereses universales,
mejor dicho, universalizables por los usos del lenguaje, es decir, susceptibles
de ser reconocidos justificadamente como “universales” por todos los agentes
del discurso. Lo universal no abandona el discurso, tampoco viene de fuera
ni puede ser establecido de forma dogmática. Tiene que poder ser expresado en
razones a la luz de todos, y lo que aún es más importante, debe estar abierto a
la entrada renovada de argumentos.
El problema radica en cómo construir un discurso de esas características
más allá del puro voluntarismo. De entrada, es cierto que el planteamiento de Habermas va
más allá del mero voluntarismo en la medida en que las “razones” transcienden a
la voluntad de los individuos, a diferencia de lo que sostiene Rorty (que se
conforma en la “aceptabilidad” de hecho). Pero, obviamente, no es fácil
conseguir que aflore esa “universabilidad de intereses” en la praxis
comunicativa cotidiana, la cual, desgraciadamente, se parece más a un campo de
batalla, a una competición de opiniones, pareceres, etc., o a un conflicto
entre intereses particulares. ¿Cómo universalizar intereses? ¿Cómo transformar
meras opiniones en razones?
Al explorar las condiciones de
posibilidad de la racionalidad práctica discursiva, Habermas encuentra que la ética discursiva no corresponde en modo
alguno a un modelo “deontológico”, frío y desencarnado, que desdeñe la
sensibilidad, la diversidad cultural, el contexto histórico-social, etc., sino
que viene a integrar todos estos aspectos como ingredientes fundamentales para
su desarrollo. Así, por ejemplo, la “empatía” es vital para que los
participantes de la ética discursiva reconozcan y se abran al punto de vista
del “otro”, para que sean capaces de integrarlo en sí mismos y le ayuden a
expresar sus propios argumentos, supliendo sus carencias si corresponde o, por
el contrario, haciendo un constante ejercicio de autocrítica. Es imprescindible
que los individuos, la sociedad y el Estado desarrollen competencias y
habilidades para facilitar que los argumentos se abran camino al dominio
público. La ética discursiva no se
cierra a las diversas concepciones acerca del “bien”, de la “justicia”, etc.,
(sean o no religiosas), pues intenta que todos se sumen e integren en un
diálogo constructivo, en gran medida cognitivo, para acordar normas de
convivencia mutuamente vinculantes. Según Habermas, el Estado laico ha
adquirido en buena parte de las sociedades contemporáneas cierto carácter
secular, y esto lo reviste de una aparente “validez objetiva”, verdaderamente
dañina si nos impide reconocer, por ejemplo, que ha habido movimientos
políticos en defensa de derechos universales promovidos por sectores religiosos
(pensemos en Martin Luther King o en Mahatma Gandhi). Cuanta más conciencia
tengamos de la enorme diversidad cultural y lingüística que se abre camino a
medida que se rompen las fronteras geográficas del aislamiento de las
“naciones”, de las “etnias” y de las “culturas”, tanto más visible se hace la
urgencia de aprender a vivir en un mundo de diversos. Por tanto, es mejor
concebir el marco de la ética discursiva en términos de una aldea global que en
los límites perfectamente demarcados de un imperio de la razón. La filosofía
práctica ha llegado a la conclusión de que no
es posible (ni deseable) recuperar conceptos sustantivos sobre el bien o la
justicia, pues hacerlo nos llevaría otra vez a los errores de la modernidad y
al pensamiento metafísico y dogmático. Sin embargo, para Habermas, este
hecho no ha de llevarnos al escepticismo ni al puro relativismo, pues nos da la
clave para comprender la naturaleza de la racionalidad: contra lo que pensaba
la tradición occidental, no es un edificio del saber construido sobre bases
indubitables, sino una “forma” en constante evolución cuyo “contenido” siempre
está por establecer. De modo que, al no
haber contenidos sustantivos necesarios y universales ni posibilidad de
establecerlos, la racionalidad práctica sólo puede sobrevivir como discurso,
abriéndose radicalmente a la argumentación. La meta sigue siendo la
universalidad, pero ya no su punto de partida.
VII. LA VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE
RAWLS.
Quizás el mayor logro de la filosofía
de Rawls haya sido tender un puente de debate entre la filosofía continental y
la filosofía analítica del mundo anglosajón, dos tradiciones que pasaron casi
todo el siglo XX desconectadas una de otra. Es casi un guiño o un ejemplo de
justicia poética que el pensamiento de fondo fuese Kant, ya que su filosofía es
un canto a la intersubjetividad. Por tanto, Rawls sigue vigente en la filosofía
contemporánea porque ha abierto un debate en el que participan autores
americanos y europeos, neokantianos, utilitaristas, neohegelianos y
neoaristotélicos.
Pero al margen de la vigencia en el
ámbito de la discusión académica, las ideas de John Rawls y los problemas a los
que apuntan siguen siendo hoy tan urgentes como lo fueron en su momento, tras
el fin de la II Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. Los Estados liberales
sufren en la actualidad un problema de legitimación que se pone de manifiesto
ante el auge de nacionalismos radicales, fundamentalismos religiosos,
conflictos étnicos, sociales, políticos, económicos... Incluso instituciones
como las Naciones Unidas han sido puestas en entredicho por países que no
reconocen ni se someten a sus resoluciones, que no aceptan el derecho
internacional. Huelga decir que los derechos humanos se incumplen día tras día
en todos los rincones del mundo. La necesidad de adquirir una base filosófica
para afrontar el problema del diseño de estructuras básicas de la sociedad,
para ser competente en el debate multicultural, para no dejarse llevar por el
fanatismo y el sectarismo, son razones que nos instan a reclamar el
conocimiento de la filosofía de Rawls y del debate que mantienen sus ideas
junto a otras filosofías contemporáneas.
Hoy, que vemos cómo se impone la
globalización económica y el liberalismo económico (que no político), parece
imprescindible retomar la idea de Rawls de que la estructura básica de la
sociedad debe ser un ámbito libre de totalitarismos e ideologías, es decir, un
ámbito garantizador de que otros órdenes sociales y económicos son posibles,
siempre que se sometan a la luz de la razón de tod@s.
ORTEGA
ORTEGA
Y GASSET
Quien en nombre de la libertad renuncia a
ser el que tiene que ser, ya se ha matado en vida: es un suicida en pie. Su
existencia consistirá en una perpetua fuga de la única realidad que podía ser.
I. LA REBELIÓN DE LAS MASAS.
No sabemos lo que nos pasa, por eso, nos
pasa lo que nos pasa.
Sin duda, la
obra más famosa de Ortega y Gasset (1883-1955), que le valió el reconocimiento
internacional y ha sido traducida a más de una docena de idiomas, es La rebelión de las masas, publicada en
1929. En ella, el pensador madrileño realiza una disección crítica de las
sociedades contemporáneas (de su época, pero perfectamente extensible a la nuestra)
desde un punto de vista filosófico impregnado de psicología y de elementos
sociológicos. Retrato, pues, de la psicología del “hombre” contemporáneo y de
la estructura social por lo que refiere a la relación entre masa e individuo en
los países occidentales desarrollados tras la industrialización.
Para afrontar
este análisis crítico, Ortega se sirve de tres conceptos: “sociedad-masa”,
“hombre-masa” y “minoría selecta”.
a) “Sociedad-masa”.
Ortega
percibe cierta homogeneidad en las
sociedades contemporáneas debido a
la abundancia económica, el desarrollo tecnológico y la igualdad política.
Los contrastes seculares entre ricos y pobres, amos y esclavos, oprimidos y
opresores, se han atenuado. El libre mercado ha permitido cierto reparto de la
riqueza, no sobre la base de la justicia distributiva, sino por la movilidad
social que posibilita, en principio, el ascenso social de clases pobres a
clases ricas o burguesas, así como el decaimiento de las antiguas aristocracias
por el cese progresivo de privilegios. Por otra parte, el aumento de producción
gracias al desarrollo de la industria y de la tecnología ha permitido la
abundancia de bienes de consumo, tanto primarios como secundarios. Por último,
la igualdad política que brindan las democracias ha generado cierta estabilidad política en el sentido de
que el poder ha dejado de oscilar de unas manos a otras por la pura fuerza de
la guerra o de las revoluciones, gracias a que ahora se funda en el simple
apoyo electoral. Todos estos factores, combinados, conforman la base sobre la
que se consolida el orden público y
una relativa comodidad.
b) “Hombre
masa”.
Delante de una persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo
aquel que no se valora a sí mismo –en bien o en mal– por razones especiales,
sino que se siente “como todo el mundo”, y, sin embargo, no se angustia, se
siente a salvo al saberse idéntico a los demás.
El filósofo
madrileño realiza un auténtico retrato psicológico del hombre-masa. Éstos
serían sus principales rasgos:
-
No percibe la fatalidad ni la tragedia. Para él, la
vida es fácil.
-
Disfruta de una sensación de dominio y triunfo porque
se afirma tal cual es. Da por bueno y completo su haber moral e intelectual, es
decir, considera justificado a priori
su comportamiento y, a la vez, considera satisfecho su saber, no se siente
ignorante. En términos kantianos diríamos: el hombre-masa vive en una situación
de minoría de edad no reconocida. Respecto al conocimiento, hoy hablaríamos de analfabetismo funcional (creer que uno
sabe leer y escribir, pero no entender lo que lee ni lo que escribe). En
definitiva, la sensación de satisfacción plena y a priori implica una total ausencia de responsabilidades, así como
de afrontar la necesidad de proyectos. Por eso, dice Ortega, el hombre-masa va a la deriva. Aunque sus poderes sean
enormes, no construye nada. Y finalmente sentencia: Es el niño mimado de la historia.
-
El hombre-masa no escucha, se cierra en sus propias
creencias (de las que se siente plenamente satisfecho), imponiendo su opinión
no razonada (vulgar) sin contemplaciones, según el régimen de acción directa.
-
Aun sintiéndose vulgar, es decir, indiferente y
homogéneo, el hombre-masa proclama el
derecho a la vulgaridad y se niega a reconocer instancias (morales e
intelectuales) superiores a él. En otras palabras diríamos: para el hombre-masa
no hay maestros de los que aprender, porque él considera que lo ha aprendido todo.
-
Se caracteriza igualmente por la libre expansión de sus
deseos vitales y por la radical ingratitud hacia cuanto ha hecho posible la
facilidad de su existencia. Sólo le preocupa su bienestar (puro egoísmo) pero
al mismo tiempo es insolidario con las causas de su bienestar. Responde,
exactamente, a la psicología del niño mimado. Debido a ello, no sería capaz de
reconocer el deterioro de esas causas ni sabría cómo demonios recuperarlo en
caso de pérdida.
-
Finalmente, el hombre-masa es incapaz de otro esfuerzo
que el estrictamente impuesto como reacción a una necesidad externa. Por ello,
vive sin principios morales ni ideológicos (régimen de acción directa).
c) “Minoría
selecta”
A ella
pertenece todo aquel que se exige más que
los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores.
Siempre hay
una minoría de personas que no se conforman con lo dado, sino que afrontan el
problema de su existencia, la necesidad de proyectos para transformar, con
mayor o menor fortuna, la realidad. La minoría selecta es, en cierto sentido,
una élite aristocrática en sentido griego, es decir, “los mejores”, pero no una élite gobernante, sino existencial.
Son minoría porque, lamentablemente, en las sociedades contemporáneas ha habido
una máxima extensión del hombre-masa. Los mejores son los menos, aunque su influencia sobre la masa en ciertos
momentos de la historia ha resultado decisiva.
Sin embargo,
como ya había advertido en El tema de
nuestro tiempo (1923), no se trata de
entender la historia por la tarea de la masa amorfa de una humanidad
indiferenciada, como tampoco por el puro despliegue de personalidades
sobresalientes o genios; el conflicto entre masa e individuo es un índice de
una estructura funcional de la humanidad. (…) La humanidad en todos los estadios
de su evolución, ha sido siempre una estructura funcional, en la que los
hombres más enérgicos –cualquiera que sea la forma de esta energía– han operado
sobre las masas, dándoles una determinada configuración (…).
Conclusión:
El tigre no puede dejar de ser tigre, no
puede destigrarse… el hombre corre el peligro de deshumanizarse.
La división de la sociedad que plantea
Ortega y Gasset no es una división en clases sociales (como pensaba Marx), sino
en clases de personas: hombres-masa y minorías excelentes. De entrada, esto
implica que el salto de la teoría a la praxis no se produce cuando la clase
dominada cobra conciencia de clase y se rebela contra el poder dominante. La
verdadera “revolución” no es, para Ortega, la lucha de clases en el terreno de
las relaciones de producción, sino algo que atañe primeramente a cada persona y
su lucha por hacerse cargo de su circunstancia, afirmándose a sí misma sin
diluirse en la masa uniforme. Las clases sociales al estilo marxista serían, en
términos de Ortega, otro tipo más de masas amorfas donde las personalidades se
diluyen y se deshumanizan.
II. ONTOLOGÍA
DE ORTEGA: YO Y MI CIRCUNSTANCIA.
No
somos disparados a la existencia como una bala de fusil cuya trayectoria está
absolutamente determinada. Es falso decir que lo que nos determina son las
circunstancias. Al contrario, las circunstancias son el dilema ante el cual
tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.
Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la
salvo a ella, no me salvaré a mí.
Esta famosa
sentencia resume perfectamente la ontología de Ortega: la realidad es
subjetividad atada a una circunstancia. La conciencia, el “yo”, el “sujeto”, no
son irreductibles al mundo como pensaba Descartes, sino que se encuentran
enraizados a él de forma elemental. En otras palabras: sin mundo no habría
conciencia y viceversa. El mundo es siempre “mundo-entorno”, es decir, realidad
que gira en torno a una vida concreta e intransferible. Por otra parte, la
conciencia es siempre conciencia-vivida, no pura, fría y desencarnada. De modo
que ni la conciencia ni el mundo se encuentran separados, ni son irreductibles,
ni son neutrales entre sí. El sueño idealista (que encontramos en Kant y más
atrás en Descartes) concibe un “yo” inteligible, universal y necesario independiente
del mundo. El sueño realista (que se inició en el empirismo moderno y culminó
con el positivismo científico) considera que el mundo es, ante todo, neutral,
objetivo e “inerte” (no vivido) con respecto al sujeto.
Buena parte
de estas ideas fueron planteadas desde la fenomenología de Edmund Husserl, que
Ortega conoce y asume en gran medida. Husserl consideraba que la conciencia
humana, no solo la cotidiana sino la puramente intelectual (el tipo de
conciencia de la que hablaba Descartes), es siempre “conciencia-de-algo”; el
puro pensamiento no existe, siempre se encuentra atado a un quid, un qué, un contenido determinado. El
“yo pienso” cartesiano es en realidad un “yo pienso algo”. Dado que la conciencia está dirigida a algo que en principio
no es ella misma, Husserl la definía como conciencia intencional (no en el sentido de que alberga intenciones o
voliciones, sino en el sentido de que nunca es neutral con respecto a su propio
contenido). Por esa razón, resulta absurdo hablar de dualismo mente-cuerpo, o
de la oposición sujeto-objeto. La realidad, tal y como se presenta para el ser
humano, se revela como conciencia vivida, corpórea, conciencia atada a un mundo
circundante, el cual tampoco se vuelve ajeno o neutral a la propia conciencia,
ya que se percibe como entorno vivido, personal e igualmente intransferible.
Sin embargo,
más allá de la influencia de Husserl y la fenomenología, está la de Nietzsche.
De éste asumirá Ortega el vitalismo, es decir, la centralidad de la vida en
toda consideración acerca de la realidad. Asumirá, con Nietzsche, el rasgo
central de la vida, esto es: la fatalidad: que cada uno de nosotros se
encuentra arrojado a una circunstancia intransferible de la que se debe ocupar
y preocupar, que no hemos elegido, y ante la cual caben dos actitudes opuestas:
la fortaleza de espíritu (cuando se afronta la fatalidad) o la debilidad
(cuando la conciencia se refugia en trasmundos imaginarios que aportan
seguridad y presunta certeza). Al igual que pensaba Nietzsche, el mundo vivido,
la circunstancia, es, para Ortega, histórica (biográfica) y a la vez proyecto,
está abierta al futuro mediante la acción creativa, el quehacer[1].
Ortega tiene
el mérito de introducir en España todas estas ideas filosóficas, actualizando
el pensamiento español al nivel del debate filosófico de su Europa
contemporánea, y a la vez tiene la brillantez de construir su propia filosofía
frente al vitalismo nietzscheano más radical y frente a una fenomenología (la
de Husserl) que ya en su época comenzaba a mostrar disidencias internas. Pero,
a nuestro juicio, la mayor aportación de Ortega y Gasset quizás haya sido
alejar el pensamiento filosófico de los círculos eruditos y académicos más
endogámicos (circunscritos a la Universidad) y expandir sus ideas por medio del
lenguaje periodístico, los artículos de prensa y las revistas a un público más
diverso y abierto.
Siguiendo a
Ortega, toda la aridez conceptual de los párrafos anteriores se resuelve de
forma nítida y directa:
1-
La vida humana,
como ya hemos dicho, es historia (biografía)
y proyecto (cuidado y responsabilidad: acción en la circunstancia vivida,
quehacer).
2-
En cuanto
histórica y biográfica, la vida auténtica implica memoria, pasar sobre el pasado, es decir, conservarlo tanto en el recuerdo
como en la acción presente, tratando de aprender de él para evitar errores.
3-
En cuanto
proyecto y quehacer, la vida auténtica implica hacer lo que hay que hacer y evitar hacer cualquier cosa. Los actos
en la vida auténtica se vuelven necesarios, no caprichosos. Y en eso
estriba, dice Ortega, la dificultad del
acierto.
4-
El quehacer verdadero es indisociable a la
circunstancia de cada cual. Los actos,
por lo tanto, no deben imitar modelos de conducta porque de otro modo negamos
nuestro auténtico quehacer, es decir, el carácter intransferible de nuestra
circunstancia.
5-
La vida
verdadera, auténtica, es invención de la existencia. Pero invención no
arbitraria o caprichosa, sino en sentido etimológico,
"desvelamiento", "hallazgo", "descubrimiento".
Debemos hallar la existencia, encontrarla, descubrirla. La fatalidad de la vida, “el pie forzado” en que nos sitúa la
circunstancia, nos marca el camino para realizar nuestra propia existencia.
O nos afirmamos en nuestra circunstancia,
comprometiéndonos con ella, o nos negamos a nosotros mismos toda vez que
rehusemos hacernos responsables.
Queda claro,
por tanto, que el hombre-masa será ese individuo que no se hace cargo de su
circunstancia, ya que, al sentirse "como todo el mundo", se vuelve
indiferente ante ella. De modo que tampoco se hace cargo de sí mismo y, por esa
razón, se deshumaniza, se pierde, se desmemoria, se hace pasivo, en cierto
sentido se vuelve "inerte".
III.
EPISTEMOLOGÍA DE ORTEGA: EL PERSPECTIVISMO (O DOCTRINA DEL PUNTO DE VISTA).
En su obra La deshumanización del arte e ideas sobre la
novela (1925) el pensador madrileño dedica el primer capítulo a una lección
básica de fenomenología, y presenta de forma muy didáctica su teoría
epistemológica: el perspectivismo.
Nos insta a
imaginar una escena del crimen. El investigador llega al lugar y se dispone a
interrogar a los testigos. En función de la cercanía y de las relaciones
personales de cada testigo con la víctima, que yace muerta, el testimonio de
los hechos se distorsiona. Lo que a un testigo le resulta brutal y conmovedor,
a otro le es indiferente, y esa indiferencia le sirve, en cambio, para fijar la
atención en otros detalles que pasaban desapercibidos para los que tenían un
trato personal con el muerto. Así, el investigador, recopilando información, se
va componiendo poco a poco la cadena de acontecimientos, las relaciones de la
víctima con su entorno personal, los posibles móviles del delito, etc.
Este ejemplo
ilustra cómo la verdad de los hechos se
encuentra fragmentada siempre en múltiples perspectivas o puntos de vista sobre
la realidad. Cada perspectiva es única e intransferible, ya que las
circunstancias vividas son igualmente únicas e intransferibles. Sin embargo,
ello no implica, según Ortega, que la verdad no exista. Ciertamente, no es posible adoptar el punto de vista absoluto sobre la realidad. Todas las
perspectivas tienen su importancia, su porción de verdad; son verdades
parciales, selectivas. Por lo tanto, es posible concebir una verdad integral, como integración de diversas perspectivas. Cuantas más perspectivas
se integren, mayor será la precisión y la veracidad de los hechos. La verdad integral no es sintética, sino
inclusiva. Esto significa que las diversas perspectivas que la componen no se
diluyen ni desaparecen, sino que
conviven en ella, la alimentan y la mantienen. Al ser inclusiva, la verdad
integral se encuentra siempre abierta a la entrada de nuevas perspectivas.
Ortega no se
cansará en defender el perspectivismo
frente al puro racionalismo y a la pura objetividad (ya sea realista o
idealista), dado que imponen una perspectiva sobre las demás en nombre de la
universalidad o incluso de la neutralidad empírica de los hechos.
Es cierto que
el perspectivismo es relativismo (la
verdad es selectiva, parcial, relativa a un punto de vista), pero no descarta la posibilidad de formar
verdades integrales, las cuales serán siempre más ricas y verídicas que los
meros puntos de vista aislados. Ortega llama falso relativismo a esa filosofía que sostiene el aislamiento
absoluto de todas las perspectivas, su total e imposible incomunicación. Lo
califica de "falso" porque se refuta a sí mismo, es decir, no puede
sostenerse como criterio de verdad porque se impondría a sí mismo sobre los
demás, yendo en contra de lo que él mismo afirma.
IDEAS Y
CREENCIAS
Nuestras convicciones más arraigadas, más
indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite,
nuestros confines, nuestra prisión.
Otro asunto que
podríamos ubicar en la epistemología de Ortega y Gasset es la diferencia entre ideas y creencias. En
su obra homónima (Ideas y creencias,
de 1940), partiendo de que los conceptos
son los utensilios con que el ser humano interpreta el mundo y le da sentido a
la realidad, Ortega sostiene que existen dos formas bien distintas de
tratar los conceptos: o bien los convertimos
en creencias, o bien los transformamos en ideas.
Las creencias son conceptos no razonados,
no debatidos, no criticados, asumidos por aprendizaje cultural, por hábitos y
costumbres, por mera imitación o adopción. Cuando un concepto se pone bajo
examen (por medio de la discusión, de la reflexión, de la crítica o del debate)
dicho concepto se convierte inmediatamente en idea. Toda idea es, pues, un
concepto criticado y abierto a la crítica. Las creencias, por el contrario,
se vuelven acríticas. ¿Qué importancia tiene esto? Naturalmente, las creencias
nunca son reconocidas como tales, ya que se dan por sentado, se asumen sin más
como algo obvio que no merece discusiones. Por lo tanto, podemos estar anclados a una creencia sin darnos cuenta. Sin
embargo, el mayor peligro de las
creencias es que impiden que los conceptos se adapten al devenir de las
circunstancias, que siempre son cambiantes y exigen redefinirlos,
actualizarlos. Pero es que, además, las
creencias se cierran en banda ante otras perspectivas, impiden el diálogo y el
debate, imposibilitan el acuerdo, en suma, coartan la posibilidad de establecer verdades integrales.
IV. LA TEORÍA
DE LAS GENERACIONES.
Hemos visto
que el perspectivismo, aún siendo relativismo, permite integrar diversos puntos
de vista en vez de alienarlos unos a otros. Sin embargo, hay otra teoría en la filosofía de Ortega y Gasset que servirá de
puente entre la pluralidad de vidas y circunstancias vividas: la teoría de las
generaciones. Ortega defenderá esta teoría como un recurso indispensable
para la sociología, la psicología social y la historiografía capaz de
interpretar (o al menos ayudar a la interpretación) de los fenómenos históricos.
De ahí que afirme que la generación es el
concepto más importante de la historia.
Ya sabemos lo que es una generación de
seres humanos: la simultaneidad y sincronía de los individuos que han nacido
frente a unas circunstancias históricas peculiares y de su posición ante sus
progenitores. Los miembros de una generación son coetáneos. Aunque haya diferencias obvias entre ellos, todos han
nacido en una circunstancia compartida que viene de atrás (es una herencia
histórica) y se proyecta hacia el futuro (es decir, se abre a una serie de
posibilidades y proyectos). Ante dicha circunstancia, cada generación demuestra
su peculiar actitud y sentimiento vital. Por ejemplo, la generación del 98,
marcada por la pérdida de las colonias que evidenciaba el clima de decadencia
política y social, se caracterizó por el pesimismo. En cambio, las generaciones
del 14 (a la que Ortega pertenece) y del 27 son vitalistas, optimistas, se
muestran deseosas de cambios políticos, sociales, económicos y culturales.
Según Ortega,
el ser humano es, quiera o no, gregario por naturaleza. Este gregarismo inevitable, es decir, esa
tendencia a formar agrupaciones, se basa en la convivencia, en la coexistencia del
grupo en un entorno compartido. La
convivencia funciona como límite del grupo. De ahí que las generaciones se
circunscriban a un país, a un territorio determinado.
Sin embargo,
dentro del grupo, cada generación define
un sentimiento y una actitud vital respecto a las circunstancias y a la
herencia recibida de sus progenitores.
Precisamente,
ante los progenitores caben dos
actitudes: la aceptación o el rechazo.
La aceptación define épocas acumulativas y conservadoras, puesto que la generación acepta la herencia
recibida. En dichas épocas el mando suele recaer en los viejos. Son, dice
Ortega, épocas de senectud.
Por el
contrario, el rechazo define épocas eliminatorias o polémicas,
revolucionarias, rebeldes o progresistas. Son épocas de juventud que
rompen con lo anterior por la creencia de la nueva generación en sí misma, en
su propia capacidad para afrontar los proyectos y responsabilizarse de las
circunstancias.
Ortega insiste
en que los grupos humanos redefinen su actitud vital en un periodo aproximado
de quince años, con cercanía al ciclo biológico.
Toda generación es un cuerpo social formado
por élites y masa: (...) no es un
puñado de hombre egregios, ni simplemente una masa; [una generación] es como un nuevo cuerpo social íntegro, con
su minoría selecta y su muchedumbre (...) compromiso
dinámico entre masa e individuo es el concepto más importante de la
historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos.
Del
compromiso entre masa e individuo depende que pasemos de una época de senectud
a una época de juventud. Depende que el individuo se diluya en la masa o bien
afronte su compromiso histórico-generacional. Depende que la masa aísle a las
minorías vanguardistas o que se contagie de sus corazones de vanguardia. El
compromiso entre masa e individuo es dinámico, cambiante, mutable, vivo.
Por todo
ello, las generaciones definen, según Ortega, un criterio social verdadero.
V. EL
RACIOVITALISMO O RAZÓN VITAL.
El raciovitalismo ocupa el último periodo
del pensamiento del autor, que se divide en tres etapas: objetivista,
perspectivista y raciovitalista. En esta última, Ortega no abandona su
filosofía inicial acerca de la circunstancia ni tampoco el perspectivismo, sino
que viene a integrarlos en una sola filosofía definida como razón vital. Se trata, en resumen, de sostener una posición que supere la
“irracionalidad” del vitalismo más radical y a la vez se distancie frente al
sesgo “antivital” del puro racionalismo.
Ortega
analiza estas corrientes de pensamiento (vitalismo y racionalismo) y presenta
su propuesta (raciovitalismo) en un artículo publicado en la Revista de Occidente, en 1925, bajo el
título “Ni vitalismo ni racionalismo”.
En él Ortega distingue tres tipos diferentes de
vitalismo: uno científico y dos filosóficos. El científico corresponde al determinismo biológico, es decir, a la
reducción del conocimiento y del razonamiento a procesos orgánicos y
bioquímicos que se pueden describir mediante las ciencias biológicas. En segundo lugar está el vitalismo de H.
Bergson, filósofo que considera que la razón humana tiene un papel
secundario con respecto a la intuición vital en el proceso de conocimiento. La
intuición permite describir la vivencia interna de los pensamientos, de forma
que su descripción es más verídica y exacta que la simple racionalidad
abstracta. En tercer lugar, Ortega
presenta su propia concepción de raciovitalismo, según la cual la razón es
en sí misma un proceso vital más, se da en la vida, no se escinde de ella. Así,
todo pensamiento es siempre pensamiento vivido y experimentado por alguien de
carne y hueso. La razón está “contaminada” por los estados anímicos, las
sensaciones, los sentimientos, las intuiciones, las voliciones, el
inconsciente… es decir, por todos aquellos componentes que conforman la
conciencia viva de una persona. No por ello la razón debe ser rechaza como
defectuosa. Al contrario, en la medida en que la razón es un fenómeno vital y
la vida es el centro de la realidad, la razón en sí misma se convierte en el
vehículo de acceso idóneo a la realidad, siempre y cuando reconozca sus propios
límites y no se pierda en delirios de grandeza (racionalismo).
El
racionalismo tradicional atribuye a la razón poderes absolutos, bien de la
manera en que lo entendían racionalistas como Descartes, Leibniz, Spinoza o
Malebranche –para quienes la razón era fuente de todo conocimiento posible y
podía llegar a conocerlo todo–, bien de la forma en que lo entendía el
idealismo kantiano –para quien la razón, aun cuando es limitada, tiene la
capacidad de establecer sus propios límites. En esta medida, Ortega caracteriza
el racionalismo como utopismo
revolucionario, en tanto que sus pretensiones de verdad y de validez se
imponen sobre la diversidad caótica de perspectivas, generando horizontes
utópicos a los cuales no se puede llegar si no es por el camino violento de la
revolución.
En cambio, la
razón vital nace en sí misma limitada, reconoce su limitación en tanto que se
sabe “viva” e indisociable a la vida. Pero, en la medida en que se reconoce
como acción viva del hombre vivo, sirve a la vida, aclarándola, reflexionando
sobre ella, conceptualizándola en el buen sentido de la palabra (es decir, no
imponiendo conceptos abstractos a la realidad vivida, sino poniendo palabras
que saquen a la luz la experiencia del propio pensamiento). La razón vital es
la posibilidad de reconocer la propia circunstancia vital, su historia, su
proyección futura. Es reconocimiento humilde de la propia perspectiva, pero
también capacidad de asumir otras perspectivas y de configurar verdades
integrales.
Resumiendo las tesis del raciovitalismo:
a)
La vida es realidad radical. La razón es secundaria con
respecto a la vida, en el sentido de que tiene lugar en ella.
b)
La razón pasa de ser legisladora de la realidad
(racionalismo) a ser una especie de “cronista” de ésta (raciovitalismo).
c)
Dado que la vida es realidad radical, la reflexión
sobre la vida será el punto de anclaje de toda teoría filosófica.
d)
La vida en cuanto realidad radical no es meramente vida
biológica (para la cual sólo cabe una descripción de tipo científico), sino,
ante todo, existencia, es decir,
conciencia de la propia vida.
e)
La vida es ser-en-el-mundo. Pero el mundo no es la
Naturaleza ajena, sino la circunstancia vital, biográfica, proyectiva. Cada
circunstancia es singular porque pertenece a la vida de cada uno. Limita, en
tanto que demanda unas responsabilidades, un ocuparse de ella, un quehacer.
Pero ello no implica determinismo, sino dilema. La persona decide si se ocupa
de su circunstancia o no, si la afronta o no. Ese grado de libertad básico y
elemental nos otorga en cierta medida el poder de “decidir” nuestra propia
existencia, aun cuando la vida sea siempre fatalidad y un estar arrojados a la
circunstancia.
f)
La razón vital, por último, es necesariamente razón
histórica, memoria, porque toda comprensión de la circunstancia vital precisa
entender su llegar a ser, su recorrido histórico. La memoria histórica es
imprescindible, según Ortega, para entender el presente y su proyección futura.
VI. EL TEMA
DE NUESTRO TIEMPO.
Ortega y
Gasset publicó El tema de nuestro tiempo en
1923. Se considera una obra fundamental porque en ella se constata el paso de
la etapa perspectivista a la etapa raciovitalista y se pone de manifiesto cómo
el raciovitalismo viene para integrar sus diversas teorías filosóficas, desde
la teoría de las generaciones, su ontología de la circunstancia y la doctrina
del punto de vista.
Los temas
principales de esta obra se resumen en los siguientes:
1- La teoría
de las generaciones.
2- El retardo
de la política frente al advenimiento del futuro por el pensamiento[2].
3-
Revalorización de la vida como centro de todos los valores.
4-
Epistemología renovada: la doctrina del punto de vista.
5- La apuesta
por el raciovitalismo, o síntesis entre racionalismo y vitalismo.
El texto de
selectividad es un extracto del capítulo X, titulado "La doctrina del
punto de vista". Queda claro que la temática principal del texto será,
pues, la epistemología de Ortega, la cual viene justificada por su ontología
(yo y mi circunstancia) e inmediatamente integrada en el raciovitalismo.
Cabe decir,
por último, que, en conjunto, El tema de
nuestro tiempo afronta tres líneas de discusión:
a) ¿Cómo se
determina el tiempo histórico en las sociedades?
El
diagnóstico de la situación presente se realiza mediante la teoría de las
generaciones, el pensamiento como medidor de la anticipación[3] y a
través de la perspectiva adquirida.
b) ¿Cuál es
la posición filosófica correcta para afrontar el presente?
Aquí debemos
situar la crítica del utopismo revolucionario (vástago del racionalismo), la
crítica del falso relativismo (o pensamiento débil que se refuta a sí mismo) y,
frente a ambas posiciones, la apuesta por el perspectivismo (en resumen:
defensa de las verdades relativas, parciales, selectivas -es decir,
perspectivas- y posibilidad de integración no sintética, sino inclusiva -verdad
integral).
c) ¿Cuáles
deben ser las actitudes (mentales, éticas, políticas...) idóneas para encarar
este presente?
Apuesta por
la razón vital.
[1]
Además de la influencia nietzscheana y de Husserl, Ortega también presenta
rasgos en común con Martin Heidegger, que fue alumno de Husserl. El término
orteguiano "quehacer" es prácticamente idéntico al "cuidado"
del "Dasein" heideggeriano. "Dasein", en alemán, significa
literalmente "Ser-ahí", y es un concepto inventado por Heidegger para
definir la existencia. Cuando Ortega habla de "yo y mi circunstancia"
se refiere a lo mismo que Heidegger cuando dice que el "Dasein" es
"ser-en-el-mundo".
[2]
Ortega dedica un capítulo a desarrollar esta idea, según la cual la política
maneja ideologías y conceptos anclados en el pasado, originados en épocas
remotas que no son capaces de reconocer el devenir de las circunstancias. Por
eso, las respuestas políticas a los problemas contemporáneos resultan
anacrónicas y estériles, y lo que es peor, se vuelven sectarias. Por el
contrario, el pensamiento filosófico, en la medida en que penetra en la vida
como realidad radical, se convierte en el lugar ideal para contemplar las
pulsiones sociales del momento, su actitud respecto a la herencia tradicional y
las posibilidades futuras (proyectos) que se reclaman.
[3] Ver nota 2.
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