JOHN RAWLS (1921-2002, siempre en
EE.UU.)
Obras:
- Teoría
de la justicia (1971)
- Liberalismo
político (1993)
- The
law of peoples (la "s" de people
no es una errata, porque no significa "la gente", sino la forma
abstracta "gentes"; el título se traduce como El derecho de gentes. Fue publicada en 1999).
-
Justica as fairness: a restatement (2001), traducida al español: Justicia como equidad: una reformulación.
A esta obra pertenecen los textos de selectividad.
La filosofía de John Rawls se centra
en una cuestión iniciada por Sócrates y Platón hace dos mil quinientos años:
¿qué es la justicia? El salto temporal al mundo contemporáneo hace que esta
pregunta se replantee en los siguientes términos: ¿en qué medida la justicia -y
qué tipo de justicia- puede servir de base para legitimar el Estado liberal y
el liberalismo político? ¿Es posible justificar las bases morales de la
estructura básica de la sociedad para que ésta sea racionalmente legítima y
perviva así a lo largo del tiempo a través de innumerables generaciones, con
independencia de que, en su seno, cohabiten y se sucedan diferentes ideologías
y programas políticos?
Hay que precisar lo que Rawls
entiende por Estado liberal y liberalismo político. No se trata de liberalismo
económico, sino de Estado de derecho donde, por un lado, el conjunto de la
población tiene garantizada una serie de derechos y libertades y, por otro, el
poder político se constituye a través de la democracia. Así pues, las preguntas
anteriores podrían reformularse de forma más concreta: ¿qué es lo que hace
ilegítimo un Estado que no cumpla dichas exigencias? La cuestión de legitimidad
del Estado de derecho debe hallar su respuesta, según Rawls, en una teoría de
la justicia.
Puesto que la filosofía política de
Rawls gira en torno al concepto de justicia, conviene hacer un breve relato de
la idea de justicia a través del pensamiento occidental. Rawls no lo realiza,
simplemente lo conoce y lo asume como parte de la cultura general. Conviene que
nosotros lo tengamos presente para entender mejor las aportaciones de Rawls en
el contexto de la historia de la filosofía.
I. BREVE HISTORIA DE LA IDEA DE
JUSTICIA.
La primera noción de justicia que
surgió en Occidente fue la justicia
retributiva, entendida como castigo
proporcional a la gravedad de la falta o del crimen, independientemente de que
esta medida produzca beneficios tangibles. Se suele denominar Ley del Talión, término que deriva del
latín talis o tale y significa "idéntico" (de ahí el español
"tal"). Dos ejemplos de justicia retributiva son el código de
Hammurabi (s. XVIII a. C.) y la bíblica ley de Moisés, cuya expresión más
famosa aparece en el Deuteronomio (19:
17-21): vida por vida, ojo por ojo,
diente por diente, mano por mano, pie por pie.
En la mitología griega, la justicia
estaba encarnada en la diosa Diké. El
presocrático Anaximandro, dando
muestras del paso del mito al logos, utilizó la término diké para referirse al primer concepto filosófico de la justicia,
tal y como revela en el único fragmento escrito suyo que se conserva: Por necesidad las cosas dan justicia (diké)
unas a otras a partir de la injusticia (adikía) según el orden del tiempo.
Podemos interpretar la justicia en sentido ontológico, como orden natural que
brota del caos. La injusticia (adikía)
indica predominio, por ejemplo, el día como predominio de la luz y la noche
como predominio de la oscuridad. Sólo el fluir continuo del día y la noche
cumple un equilibrio (diké)
cosmológico, poniendo a cada cosa en su sitio (los hombres mortales por
oposición a los dioses inmortales, el cielo por oposición a la tierra, etc.).
Platón también
considera la justicia en el sentido de equilibrio u orden que pone a cada cosa
en su lugar propio. Así, la justicia en el ser humano es el equilibrio entre
las partes del alma y, en la polis,
el equilibrio entre las partes que la conforman. Platón consideraba que el
resultado de la justicia es la excelencia en el comportamiento, areté, virtud o simplemente "el
bien".
Aristóteles fue el primer pensador en precisar diferentes conceptos de justicia. En su Ética a Nicómaco, sostiene que hay dos situaciones básicas que
describen la injusticia: cuando se transgrede una ley y cuando se perjudica a
alguien por culpa de un comportamiento codicioso. El primer caso nos remite a
una idea general de justicia, lo legal. El segundo caso, remite a una idea de
justicia particular: el respeto y la igualdad de trato.
Según Aristóteles, la justicia
general señala procedimientos e instituciones que han de ser iguales para
todos, es en cierta medida objetiva. La justicia particular, en cambio, remite
al respeto del individuo a las normas y, en tanto que depende de cada uno, es
en cierto sentido subjetiva. En realidad, se trata de la misma noción de
justicia, pero enfocada en dos niveles de realización distintos, el más amplio
(justicia general o universal) y el restringido (justicia particular).
En la obra mencionada, Aristóteles
considera que la justicia también se puede definir de tres formas distintas:
a) Justicia correctiva o rectificativa, que puede ser compensación por daños y perjuicios, igualamiento mediante supresión de
desventajas injustas, o incluso castigo
(pago extra por el mal causado).
b) Justicia distributiva, que regula
el reparto de bienes por diferencias de mérito.
c) Justicia conmutativa, que establece una igualdad aritmética de trato en las relaciones comerciales (i.e.,
un intercambio es justo si y sólo si los objetos de intercambio son ambos a su
vez intercambiables por un tercero -según el principio de que si dos cantidades
son equivalentes cada una a una tercera entonces son equivalentes entre sí).
Santo Tomás de Aquino define, por su parte, tres tipos de justicia:
a) Justicia conmutativa, que regula
la relación de los individuos entre sí mediante la igualdad de trato y el
respeto ("dar al otro lo que se le debe").
b) Justicia distributiva, que regula
la relación de la comunidad con el individuo.
c) Justicia legal, que regula la
relación de cada miembro con la comunidad.
Al pasar a la Edad Moderna, la filosofía política se escinde de la ética,
y la justicia, por tanto, se circunscribe únicamente al ámbito de las leyes y
del Estado, fuera del ámbito moral. Así, por ejemplo, Thomas Hobbes considera que la justicia
(y su ausencia, la injusticia) sólo tienen lugar allí donde hay leyes (porque o
bien se cumplen, o bien se incumplen). El único lugar donde existe la legalidad
es el Estado contractual, es decir, la organización política básica obtenida
mediante un pacto. Fuera del Estado, en lo que sería el estado de naturaleza
salvaje, no hay justicia ni injusticia, sólo incertidumbre por el imperio de la
ley del más fuerte.
John Locke, por su parte, consideraba
que existen derechos naturales (el derecho a la vida, a la libertad y a la
propiedad) que son universales y establecidos por naturaleza. El Estado puede
respetarlos o no, pero la justicia funcionará allí donde se cumplen dichos
derechos de acuerdo a la naturaleza humana. Hobbes y Locke sentaron las bases para el debate entre contractualistas
(el derecho y la justicia son convencionales, establecidos por medio pactos o
contratos entre los hombres) y iusnaturalistas (el derecho y la justicia son
universales y naturales, y por ello deben respetarse).
Inmanuel Kant defendía que la justicia debe desligarse del ámbito moral y
basarse únicamente en el principio a priori del derecho: cada persona
ha de poder hacer lo que quiera bajo condiciones tales que cualquier otro pueda
también hacerlo. La libertad es la base del derecho, pero libertad restringida
por la igualdad. La justicia y la legalidad deben desarrollar dicho principio
en cada ámbito de la vida pública. Por otra parte, Kant insiste en la idea de
que en política, así como en derecho y en materia de conocimiento (ciencia),
todo ha de ser expuesto a la luz de la
razón pública universal, porque su universalidad radica en que la razón
humana es intersubjetiva.
Finalmente, la justicia pasó a convertirse en "justicia social" de la
mano de Rousseau y más tarde con Marx. Para Rousseau, todo contrato social
es justo en la medida en que representa la voluntad general (el bien común).
Por su parte, Marx defiende que la justicia social llegará cuando el derecho
burgués se amplíe a toda la población, lo cual exige que desaparezcan las
diferencias sociales de clase.
Como veremos a continuación, John Rawls se situará en el lado
contractualista, asumirá buena parte de las ideas kantianas actualizándolas al
contexto del liberalismo político contemporáneo y centrará su reflexión
filosófica en torno al concepto de justicia distributiva.
II. LA CRÍTICA AL UTILITARISMO.
Cuando John Rawls publicó en 1971 su Teoría de la justicia dejó claro que su
filosofía política se iba a construir partiendo de un rechazo absoluto al
utilitarismo, que era la corriente ético-política de moda en el mundo
anglosajón.
El utilitarismo,
iniciado por los ingleses Jeremy Bentham (s. XVIII) y John Stuart Mill (s.
XIX), se basaba en primar lo bueno sobre
lo justo en toda consideración ética o política. Esta corriente define el bien como utilidad social.
Así pues, se trata de diseñar los mecanismos
para conocer las demandas sociales mayoritarias y actuar consecuentemente.
El objetivo es maximizar el bienestar,
conseguir "la mayor felicidad para el mayor número".
Rawls enfoca su crítica al
utilitarismo en tres puntos:
a) Los llamados decisores sociales (hombre o grupo de hombres elegidos
racionalmente para determinar las demandas mayoritarias) conducen una despersonalización del proceso político
y conllevan la eliminación de la
pluralidad y diversidad de las propias demandas sociales.
b) La decisión acerca de qué es el
bien se vuelve, por tanto, unilateral
porque depende de unos pocos.
c) Las garantías de libertad quedan en suspenso, ya que son simples
"medios" eventuales y contingentes para la consecución del bienestar.
Ayer, la sociedad reclamaba libertades por encima de todo; hoy, la mayoría
social reclama seguridad. Si todo depende de las demandas mayoritarias, piensa
Rawls, las libertades básicas se someten a la incertidumbre.
Frente al utilitarismo, Rawls va a primar lo justo sobre lo bueno, como hizo Kant. Por eso, se ha
puesto a su filosofía el apodo de "deontológica[1]"
o "formal" (porque, al igual que Kant, le da más importancia al deber
y a la justicia), para distinguirla de otras filosofías prácticas llamadas
"teleológicas" o
"materiales" (que convierten a la praxis moral y política en un
instrumento para lograr fines concretos como pueden ser la felicidad, el placer
o el bien). El utilitarismo sería un ejemplo de filosofía material.
III. LA CRÍTICA DE RAWLS AL CONCEPTO
DE JUSTICIA DISTRIBUTIVA: EL PROBLEMA DEL DISEÑO DE LA ESTRUCTURA BÁSICA DE LA
SOCIEDAD.
Ya hemos dicho que la filosofía de
Rawls se centra en el concepto de justicia distributiva. Sin embargo, no toma
su significado de cierto autor o filosofía anterior, sino que reflexiona sobre
él y lo precisa. Rawls logra distinguir
dos sentidos muy distintos de la justicia distributiva:
1º) Entendida como asignación (justicia asignativa), la justicia se plantea en
torno a la pregunta sobre cómo repartir
o distribuir los bienes y asignar recursos. Esta noción, según Rawls, tiende a la eficiencia como horizonte,
es decir, a una concepción de la racionalidad puramente instrumental, técnica o
estratégica. Por ello, se abandona la reflexión moral sobre las razones de
elección de un modelo de organización social frente a otro. Es decir, desde el
punto de vista de la justicia asignativa, la justicia es independiente a si el
Estado es totalitario o no, si es autoritario o no, si es democrático o no,
etc. Sólo atiende a una cosa: si el reparto es eficaz, con el fin de mejorar
los mecanismos técnicos de distribución.
2º) Entendida como equidad (así la defiende Rawls), la cuestión se centra en cómo organizar de forma justa la estructura
básica de la sociedad. Se trata, por tanto, de pensar "cómo deben estar
reguladas las instituciones de la estructura básica (...) para que un sistema
social de cooperación equitativo, eficiente y productivo se pueda mantener a
través del tiempo, de una generación a la siguiente". De esta forma, la
reflexión de Rawls sobre la justicia distributiva se plantea el problema de la justificación y determinación de las bases
morales de la estructura básica de la sociedad.
Debe quedar claro que la estructura básica de la sociedad es el
diseño elemental del Estado, es decir, la Constitución, los derechos
fundamentales y las instituciones políticas y sociales. Otra cosa serán las
diversas políticas e ideologías que puedan tener lugar en dicho marco elemental
que, en cualquier caso, deberán respetar los límites establecidos.
IV. LOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA.
Una vez delimitado el ámbito de la justicia como equidad (estructura
básica de la sociedad), podemos presentar los principios en que ésta se
manifiesta:
1º) Principio de libertad: "cada persona debe tener un derecho
igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales compatible con un
esquema similar de libertades para otros". Se trata de una reformulación del a
priori del derecho kantiano. Un esquema de libertades no es un simple
conjunto ni una serie, sino un sistema donde las libertades deben compaginarse
y restringirse unas a otras, mostrando su interdependencia. Por ejemplo,
concebimos las siguientes libertades básicas:
-de expresión;
-de asociación;
-de conciencia;
-de pensamiento;
-libertad política;
-posesión de la propiedad personal;
-no ser objeto de detención
arbitraria.
Cabrían más, desde luego, pero lo
importante de este ejemplo es entender que, al constituir todas ellas un
esquema, forman un sistema, se hacen interdependientes y así configuran
restricciones. Por ejemplo, nadie puede reclamar racionalmente su derecho a la
libertad de expresión si su acción suprime la misma libertad en otra persona, o
bien si atenta contra otras libertades.
Pues bien, Rawls considera que el principio de libertad debe ofrecer el abanico más
amplio de libertades que cumpla todas las exigencias de compatibilidad dentro
del propio esquema y que sea igual para todas las personas.
2º) El principio de equidad: este principio no regula las libertades,
sino las desigualdades sociales y económicas (por ejemplo, el acceso a los
cargos públicos y el reparto de cargas fiscales y bienes). Se divide en dos:
a) El principio de igualdad de oportunidades, según el cual los cargos
públicos deben estar abiertos a todas las personas con independencia de su condición
social y económica.
b) El principio de la diferencia (o "MAXIMIN"), que
regularía la distribución de tasas y cargas fiscales, así como el reparto de
bienes, de tal forma que resultase en el mayor beneficio de los miembros más
desfavorecidos de la sociedad.
Rawls insiste en que, pese a que todos los principios de justicia mencionados son
importantes, el primero (el principio de
libertad) es prioritario y, de los dos en que se divide el segundo, es más
importante el principio de igualdad de oportunidades que la regla MAXIMIN. Esta precisión resulta fundamental para que
los principios de justicia sean operativos a la hora de solucionar posibles
conflictos entre ellos.
V. LA POSICIÓN ORIGINAL Y EL VELO DE
LA IGNORANCIA.
Una de la teorías más polémicas de
Rawls es su hipótesis de la posición original. Se trata de una situación
imaginaria (al más puro estilo de la polis
ideal platónica) en la cual se garantizaría la equidistancia entre las partes de un conflicto ético-político, para
lograr unanimidad en el acuerdo. Dicha equidistancia haría que el acuerdo se
construyese sobre la base de una estricta racionalidad compartida, imparcial, en
vez de una lucha de intereses o un simple triunfo de la mayoría sobre la
minoría. La equidistancia entre las partes en conflicto sólo puede lograrse,
piensa Rawls, si cada una de ellas asume "el velo de la ignorancia", es decir, si pone en suspenso sus
intereses, sus ventajas y desventajas, sus particularidades, sus prejuicios e
incluso conocimientos respecto a otros.
Rawls insiste en que es una situación hipotética, irreal, ahistórica
(es decir, nunca ha ocurrido ni ocurrirá). Sólo cumple la función teórica de
representar el lugar "racional" donde se fundamentan los principios
de justicia anteriormente señalados.
VI. LA RAZÓN PÚBLICA.
La hipótesis de la posición original
fue presentada en 1971, en su Teoría de
la justicia. Desde entonces, ha sido objeto de innumerables críticas desde
todos los frentes. En sus dos últimos escritos, El derecho de gentes (1999) y Justicia
como equidad: una reformulación (2001), Rawls contesta a esas críticas y
trata de corregir o, mejor dicho, complementar su hipótesis de la posición
original con el concepto de "razón pública", un concepto, dicho sea
de paso, con fuertes resonancias kantianas.
Antes de explicarlo, conviene resumir las críticas vertidas
sobre la posición original:
- Se trata de una quimera
racionalista, irreal, imposible, inútil.
- Sólo se podría sostener por medio
de la imposición.
- En ella desaparecen todos los
rasgos sociales, etnológicos, psicológicos... connaturales a los seres humanos.
- La equidistancia entre las partes,
incluso si fuese lograda, no garantizaría unanimidad en los acuerdos: puede
haber discrepancias racionales.
- La posición original no sirve de
fundamento racional para los principios de justicia, no es una fundamentación
convincente.
- El velo de la ignorancia sólo es
posible por medio de la voluntad de acuerdo de las partes en conflicto, lo cual
genera contradicción y constituye una petición de principio. Se supone que si
hubiese voluntad de acuerdo no habría conflicto, y si hay conflicto es que no
existe voluntad de acuerdo.
- La posición original rezuma
"etnocentrismo", se le da prioridad intelectual al racionalismo de
Occidente frente a otros discursos posibles, se aniquila la diversidad cultural
en aras de una sola tradición: la razón moderna e ilustrada.
Ante este aluvión de críticas, Rawls propondrá el uso público de la razón
(o razón pública) como un ámbito imparcial al que debe recurrir todo miembro
particular del Estado liberal para denunciar vulneraciones de derechos y
libertades, así como cualquier otro menoscabo a la justicia de la estructura
básica de la sociedad (por ejemplo, demandar la injusticia de cierta ley o
de cierta actuación política). El “uso
público de la razón” obliga a los participantes a plantear sus exigencias no
como defensa de intereses particulares, sino de forma racional y universal,
argumentando a partir de derechos y deberes ciudadanos y proyectando sus
exigencias sobre esos mismos derechos y deberes. La estructura básica de la
sociedad debe garantizar asimismo el acceso de cualquier ciudadano a la razón
pública.
Si nos fijamos, el uso público de
razón personaliza o encarna en una acción más concreta y factible lo que antes
quedaba diluido en el terreno abstracto y teórico de la posición original. Sin
embargo, los críticos de Rawls siguen considerando que la razón pública es
etnocéntrica y suprime la diversidad cultural, ya que obliga a los ciudadanos a
construir demandas por medio de un discurso racionalista ceñido a una
estructura legal preestablecida. O bien se impone por la fuerza (lo cual
generaría contrasentido con que la razón pública es "de todos"), o
bien por el puro voluntarismo de la población (lo que nos llevaría a un
optimismo ingenuo), o bien resultaría inoperante.
En defensa de Rawls, cabe decir que
su teoría de la justicia no pretende establecer procedimientos, sino criterios
de validez. Por tanto, es absurdo (e ingenuo) pedirle a Rawls un procedimiento
técnico para establecer justicia. Su filosofía práctica nos brinda un criterio
de validez para criticar si un Estado político es justo o no, si una demanda
pública es justa o no, etc.
VII. COMPARACIÓN ENTRE RAWLS Y OTROS
AUTORES CONTEMPORÁNEOS.
Vamos a comparar la filosofía
práctica de John Rawls con dos autores, uno totalmente ajeno a su posición
filosófica, el estadounidense Richard Rorty (1931-2007), y otro que, al igual
que Rawls, es neokantiano, pero pretende corregir y "suplir" las
carencias de Rawls en cuanto a la fundamentación filosófica de la "razón
pública", el alemán Jürgen Habermas (nacido en 1929).
Richard Rorty puede
ser considerado como uno de los más grandes pensadores relativistas de todos
los tiempos, aunque él mismo nunca quiso calificarse de relativista y optó por
el título de "pragmatista". Podemos presentarlo como un relativista
que aporta soluciones a los desafíos que plantea el propio relativismo
(principalmente soluciones al problema de ausencia de criterios de validez). Para
Rorty, todo acuerdo intersubjetivo, sea sobre asuntos prácticos o teóricos, es
posible en la medida en que las personas que participan en él hablan y se
entienden. La única barra de medir la “eficacia” o la “validez” de todo acuerdo
es el lenguaje compartido, o sea, el hecho de que las razones aducidas por unos
resulten comprensibles para los otros y viceversa. No es posible, según Rorty,
establecer un criterio de validez externo a la práctica discursiva o
argumentativa. Lo “bueno”, lo “justo”,
la “felicidad”, el “placer”… y, en general, la validez de las normas éticas y
políticas será aquello que se acepta justificadamente por todos los
participantes en un discurso abierto. Nadie puede imponer desde fuera
verdades absolutas u objetivas. Rorty sostiene que los únicos criterios válidos
que sirven para distinguir entre discursos legítimos e ilegítimos son la
democracia y la solidaridad. Por democracia entiende la total apertura hacia el
punto de vista de cualquier “otro” que pretenda sumarse al discurso. Por
solidaridad entiende el esfuerzo de cada uno por hacerse entender o por
facilitar la máxima inclusión de todo “otro”. Simplemente poniendo en marcha
este par de criterios, Rorty confía en que el pragmatismo haga todo lo demás,
es decir, nos inste a buscar continuamente acuerdos para resolver nuestros
problemas y así aprender a convivir en un mundo de diversos.
Por otra parte encontramos la solución de Habermas, conocida como
"ética del discurso". Él sí distingue, a diferencia de Rorty,
entre el uso práctico y el uso teórico de la razón. La racionalidad teórica se
basa en comprobar cómo la realidad choca contra nuestras creencias ingenuamente
aceptadas, de modo que la misma realidad nos insta a crear nuevas creencias,
las cuales, presumiblemente, terminarán haciéndose añicos y así vuelta a
empezar. El criterio de validez para la racionalidad teórica es la fuerza de
los hechos, el mundo objetivo. En cambio, en el ámbito práctico de la ética y
de la política no hay un mundo de hechos que ponga a prueba nuestras teorías,
sino que lo único que encontramos son normas y leyes que pueden ser o no ser
aceptadas. Por lo tanto, según Habermas, el criterio de validez para toda norma
moral y ley política es la ausencia o presencia de acuerdo. Para Habermas, la
cuestión es: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad para el ejercicio de la
racionalidad práctica? En otras palabras: ¿cuál es su fundamento?
Para Habermas, la carencia principal
del planteamiento de Rawls reside en su negativa de buscar una fundamentación
filosófica de la racionalidad en su uso público. Así, no queda claro cuáles
serían las condiciones de posibilidad del entendimiento mutuo (de la
intersubjetividad) más allá de la indefinida “posición original” y el “velo de
la ignorancia”, lo que nos llevaría otra vez al puro pragmatismo de Rorty, a la
mera idea de un “voluntarismo” imprescindible para lograr el acuerdo. Más aún,
esta carencia, de un modo u otro, es común, según Habermas, a todas las
corrientes contemporáneas, puesto que todas ellas desterraron por principio la
posibilidad de fundamentar filosóficamente la racionalidad práctica. Habermas
tratará, por tanto, de retomar las intenciones kantianas, el proyecto de la
Ilustración, pero asumiendo el giro lingüístico de la filosofía y los desafíos
de la postmodernidad (principalmente el problema del multiculturalismo). Así
pues, como veremos, la ética discursiva habermasiana se propone ofrecer un
criterio universal de racionalidad práctica para que las carencias del
“voluntarismo” se vean reforzadas por un “cognitivismo” de fondo.
Lo primero que propone la ética del discurso es abandonar la idea
kantiana acerca de que “lo fenoménico” (inclinaciones, motivos subjetivos, instituciones del Estado
y de la sociedad, etc.) y “lo
inteligible” (el deber, la voluntad libre y el a priori del derecho) son dos ámbitos separados. Por
consiguiente, la ética del discurso afirma que ambos conviven y se entremezclan en la praxis comunicativa cotidiana.
A partir de aquí, de este factum,
Habermas considera inviable el planteamiento kantiano de un discurso monológico
interno universalista (apoyado en el yo transcendental) como punto de partida. De lo que se trata es que a través de la
praxis comunicativa cotidiana afloren planteamientos de intereses universales,
mejor dicho, universalizables por los usos del lenguaje, es decir, susceptibles
de ser reconocidos justificadamente como “universales” por todos los agentes
del discurso. Lo universal no abandona el discurso, tampoco viene de fuera
ni puede ser establecido de forma dogmática. Tiene que poder ser expresado en
razones a la luz de todos, y lo que aún es más importante, debe estar abierto a
la entrada renovada de argumentos.
El problema radica en cómo construir un discurso de esas características
más allá del puro voluntarismo. De entrada, es cierto que el planteamiento de Habermas va
más allá del mero voluntarismo en la medida en que las “razones” transcienden a
la voluntad de los individuos, a diferencia de lo que sostiene Rorty (que se
conforma en la “aceptabilidad” de hecho). Pero, obviamente, no es fácil
conseguir que aflore esa “universabilidad de intereses” en la praxis
comunicativa cotidiana, la cual, desgraciadamente, se parece más a un campo de
batalla, a una competición de opiniones, pareceres, etc., o a un conflicto
entre intereses particulares. ¿Cómo universalizar intereses? ¿Cómo transformar
meras opiniones en razones?
Al explorar las condiciones de
posibilidad de la racionalidad práctica discursiva, Habermas encuentra que la ética discursiva no corresponde en modo
alguno a un modelo “deontológico”, frío y desencarnado, que desdeñe la
sensibilidad, la diversidad cultural, el contexto histórico-social, etc., sino
que viene a integrar todos estos aspectos como ingredientes fundamentales para
su desarrollo. Así, por ejemplo, la “empatía” es vital para que los
participantes de la ética discursiva reconozcan y se abran al punto de vista
del “otro”, para que sean capaces de integrarlo en sí mismos y le ayuden a
expresar sus propios argumentos, supliendo sus carencias si corresponde o, por
el contrario, haciendo un constante ejercicio de autocrítica. Es imprescindible
que los individuos, la sociedad y el Estado desarrollen competencias y
habilidades para facilitar que los argumentos se abran camino al dominio
público. La ética discursiva no se
cierra a las diversas concepciones acerca del “bien”, de la “justicia”, etc.,
(sean o no religiosas), pues intenta que todos se sumen e integren en un
diálogo constructivo, en gran medida cognitivo, para acordar normas de
convivencia mutuamente vinculantes. Según Habermas, el Estado laico ha
adquirido en buena parte de las sociedades contemporáneas cierto carácter
secular, y esto lo reviste de una aparente “validez objetiva”, verdaderamente
dañina si nos impide reconocer, por ejemplo, que ha habido movimientos
políticos en defensa de derechos universales promovidos por sectores religiosos
(pensemos en Martin Luther King o en Mahatma Gandhi). Cuanta más conciencia
tengamos de la enorme diversidad cultural y lingüística que se abre camino a
medida que se rompen las fronteras geográficas del aislamiento de las
“naciones”, de las “etnias” y de las “culturas”, tanto más visible se hace la
urgencia de aprender a vivir en un mundo de diversos. Por tanto, es mejor
concebir el marco de la ética discursiva en términos de una aldea global que en
los límites perfectamente demarcados de un imperio de la razón. La filosofía
práctica ha llegado a la conclusión de que no
es posible (ni deseable) recuperar conceptos sustantivos sobre el bien o la
justicia, pues hacerlo nos llevaría otra vez a los errores de la modernidad y
al pensamiento metafísico y dogmático. Sin embargo, para Habermas, este
hecho no ha de llevarnos al escepticismo ni al puro relativismo, pues nos da la
clave para comprender la naturaleza de la racionalidad: contra lo que pensaba
la tradición occidental, no es un edificio del saber construido sobre bases
indubitables, sino una “forma” en constante evolución cuyo “contenido” siempre
está por establecer. De modo que, al no
haber contenidos sustantivos necesarios y universales ni posibilidad de
establecerlos, la racionalidad práctica sólo puede sobrevivir como discurso,
abriéndose radicalmente a la argumentación. La meta sigue siendo la
universalidad, pero ya no su punto de partida.
VII. LA VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE
RAWLS.
Quizás el mayor logro de la filosofía
de Rawls haya sido tender un puente de debate entre la filosofía continental y
la filosofía analítica del mundo anglosajón, dos tradiciones que pasaron casi
todo el siglo XX desconectadas una de otra. Es casi un guiño o un ejemplo de
justicia poética que el pensamiento de fondo fuese Kant, ya que su filosofía es
un canto a la intersubjetividad. Por tanto, Rawls sigue vigente en la filosofía
contemporánea porque ha abierto un debate en el que participan autores
americanos y europeos, neokantianos, utilitaristas, neohegelianos y
neoaristotélicos.
Pero al margen de la vigencia en el
ámbito de la discusión académica, las ideas de John Rawls y los problemas a los
que apuntan siguen siendo hoy tan urgentes como lo fueron en su momento, tras
el fin de la II Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. Los Estados liberales
sufren en la actualidad un problema de legitimación que se pone de manifiesto
ante el auge de nacionalismos radicales, fundamentalismos religiosos,
conflictos étnicos, sociales, políticos, económicos... Incluso instituciones
como las Naciones Unidas han sido puestas en entredicho por países que no
reconocen ni se someten a sus resoluciones, que no aceptan el derecho
internacional. Huelga decir que los derechos humanos se incumplen día tras día
en todos los rincones del mundo. La necesidad de adquirir una base filosófica
para afrontar el problema del diseño de estructuras básicas de la sociedad,
para ser competente en el debate multicultural, para no dejarse llevar por el
fanatismo y el sectarismo, son razones que nos instan a reclamar el
conocimiento de la filosofía de Rawls y del debate que mantienen sus ideas
junto a otras filosofías contemporáneas.
Hoy, que vemos cómo se impone la
globalización económica y el liberalismo económico (que no político), parece
imprescindible retomar la idea de Rawls de que la estructura básica de la
sociedad debe ser un ámbito libre de totalitarismos e ideologías, es decir, un
ámbito garantizador de que otros órdenes sociales y económicos son posibles,
siempre que se sometan a la luz de la razón de tod@s.
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