lunes, 23 de mayo de 2016

RAWLS

JOHN RAWLS (1921-2002, siempre en EE.UU.)

Obras:
- Teoría de la justicia (1971)
- Liberalismo político (1993)
- The law of peoples (la "s" de people no es una errata, porque no significa "la gente", sino la forma abstracta "gentes"; el título se traduce como El derecho de gentes. Fue publicada en 1999).
- Justica as fairness: a restatement (2001), traducida al español: Justicia como equidad: una reformulación. A esta obra pertenecen los textos de selectividad.

La filosofía de John Rawls se centra en una cuestión iniciada por Sócrates y Platón hace dos mil quinientos años: ¿qué es la justicia? El salto temporal al mundo contemporáneo hace que esta pregunta se replantee en los siguientes términos: ¿en qué medida la justicia -y qué tipo de justicia- puede servir de base para legitimar el Estado liberal y el liberalismo político? ¿Es posible justificar las bases morales de la estructura básica de la sociedad para que ésta sea racionalmente legítima y perviva así a lo largo del tiempo a través de innumerables generaciones, con independencia de que, en su seno, cohabiten y se sucedan diferentes ideologías y programas políticos?
Hay que precisar lo que Rawls entiende por Estado liberal y liberalismo político. No se trata de liberalismo económico, sino de Estado de derecho donde, por un lado, el conjunto de la población tiene garantizada una serie de derechos y libertades y, por otro, el poder político se constituye a través de la democracia. Así pues, las preguntas anteriores podrían reformularse de forma más concreta: ¿qué es lo que hace ilegítimo un Estado que no cumpla dichas exigencias? La cuestión de legitimidad del Estado de derecho debe hallar su respuesta, según Rawls, en una teoría de la justicia.
Puesto que la filosofía política de Rawls gira en torno al concepto de justicia, conviene hacer un breve relato de la idea de justicia a través del pensamiento occidental. Rawls no lo realiza, simplemente lo conoce y lo asume como parte de la cultura general. Conviene que nosotros lo tengamos presente para entender mejor las aportaciones de Rawls en el contexto de la historia de la filosofía.

I. BREVE HISTORIA DE LA IDEA DE JUSTICIA.

La primera noción de justicia que surgió en Occidente fue la justicia retributiva, entendida como castigo proporcional a la gravedad de la falta o del crimen, independientemente de que esta medida produzca beneficios tangibles. Se suele denominar Ley del Talión, término que deriva del latín talis o tale y significa "idéntico" (de ahí el español "tal"). Dos ejemplos de justicia retributiva son el código de Hammurabi (s. XVIII a. C.) y la bíblica ley de Moisés, cuya expresión más famosa aparece en el Deuteronomio (19: 17-21): vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie.
En la mitología griega, la justicia estaba encarnada en la diosa Diké. El presocrático Anaximandro, dando muestras del paso del mito al logos, utilizó la término diké para referirse al primer concepto filosófico de la justicia, tal y como revela en el único fragmento escrito suyo que se conserva: Por necesidad las cosas dan justicia (diké) unas a otras a partir de la injusticia (adikía) según el orden del tiempo. Podemos interpretar la justicia en sentido ontológico, como orden natural que brota del caos. La injusticia (adikía) indica predominio, por ejemplo, el día como predominio de la luz y la noche como predominio de la oscuridad. Sólo el fluir continuo del día y la noche cumple un equilibrio (diké) cosmológico, poniendo a cada cosa en su sitio (los hombres mortales por oposición a los dioses inmortales, el cielo por oposición a la tierra, etc.).
Platón también considera la justicia en el sentido de equilibrio u orden que pone a cada cosa en su lugar propio. Así, la justicia en el ser humano es el equilibrio entre las partes del alma y, en la polis, el equilibrio entre las partes que la conforman. Platón consideraba que el resultado de la justicia es la excelencia en el comportamiento, areté, virtud o simplemente "el bien".
Aristóteles fue el primer pensador en precisar diferentes conceptos de justicia. En su Ética a Nicómaco, sostiene que hay dos situaciones básicas que describen la injusticia: cuando se transgrede una ley y cuando se perjudica a alguien por culpa de un comportamiento codicioso. El primer caso nos remite a una idea general de justicia, lo legal. El segundo caso, remite a una idea de justicia particular: el respeto y la igualdad de trato.
Según Aristóteles, la justicia general señala procedimientos e instituciones que han de ser iguales para todos, es en cierta medida objetiva. La justicia particular, en cambio, remite al respeto del individuo a las normas y, en tanto que depende de cada uno, es en cierto sentido subjetiva. En realidad, se trata de la misma noción de justicia, pero enfocada en dos niveles de realización distintos, el más amplio (justicia general o universal) y el restringido (justicia particular).
En la obra mencionada, Aristóteles considera que la justicia también se puede definir de tres formas distintas:
a) Justicia correctiva o rectificativa, que puede ser compensación por daños y perjuicios, igualamiento mediante supresión de desventajas injustas, o incluso castigo (pago extra por el mal causado).
b) Justicia distributiva, que regula el reparto de bienes por diferencias de mérito.
c) Justicia conmutativa, que establece una igualdad aritmética de trato en las relaciones comerciales (i.e., un intercambio es justo si y sólo si los objetos de intercambio son ambos a su vez intercambiables por un tercero -según el principio de que si dos cantidades son equivalentes cada una a una tercera entonces son equivalentes entre sí).
Santo Tomás de Aquino define, por su parte, tres tipos de justicia:
a) Justicia conmutativa, que regula la relación de los individuos entre sí mediante la igualdad de trato y el respeto ("dar al otro lo que se le debe").
b) Justicia distributiva, que regula la relación de la comunidad con el individuo.
c) Justicia legal, que regula la relación de cada miembro con la comunidad.
Al pasar a la Edad Moderna, la filosofía política se escinde de la ética, y la justicia, por tanto, se circunscribe únicamente al ámbito de las leyes y del Estado, fuera del ámbito moral. Así, por ejemplo, Thomas Hobbes considera que la justicia (y su ausencia, la injusticia) sólo tienen lugar allí donde hay leyes (porque o bien se cumplen, o bien se incumplen). El único lugar donde existe la legalidad es el Estado contractual, es decir, la organización política básica obtenida mediante un pacto. Fuera del Estado, en lo que sería el estado de naturaleza salvaje, no hay justicia ni injusticia, sólo incertidumbre por el imperio de la ley del más fuerte.
John Locke, por su parte, consideraba que existen derechos naturales (el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad) que son universales y establecidos por naturaleza. El Estado puede respetarlos o no, pero la justicia funcionará allí donde se cumplen dichos derechos de acuerdo a la naturaleza humana. Hobbes y Locke sentaron las bases para el debate entre contractualistas (el derecho y la justicia son convencionales, establecidos por medio pactos o contratos entre los hombres) y iusnaturalistas (el derecho y la justicia son universales y naturales, y por ello deben respetarse).
Inmanuel Kant defendía que la justicia debe desligarse del ámbito moral y basarse únicamente en el principio a priori del derecho: cada persona ha de poder hacer lo que quiera bajo condiciones tales que cualquier otro pueda también hacerlo. La libertad es la base del derecho, pero libertad restringida por la igualdad. La justicia y la legalidad deben desarrollar dicho principio en cada ámbito de la vida pública. Por otra parte, Kant insiste en la idea de que en política, así como en derecho y en materia de conocimiento (ciencia), todo ha de ser expuesto a la luz de la razón pública universal, porque su universalidad radica en que la razón humana es intersubjetiva.
Finalmente, la justicia pasó a convertirse en "justicia social" de la mano de Rousseau y más tarde con Marx. Para Rousseau, todo contrato social es justo en la medida en que representa la voluntad general (el bien común). Por su parte, Marx defiende que la justicia social llegará cuando el derecho burgués se amplíe a toda la población, lo cual exige que desaparezcan las diferencias sociales de clase.
Como veremos a continuación, John Rawls se situará en el lado contractualista, asumirá buena parte de las ideas kantianas actualizándolas al contexto del liberalismo político contemporáneo y centrará su reflexión filosófica en torno al concepto de justicia distributiva.

II. LA CRÍTICA AL UTILITARISMO.

Cuando John Rawls publicó en 1971 su Teoría de la justicia dejó claro que su filosofía política se iba a construir partiendo de un rechazo absoluto al utilitarismo, que era la corriente ético-política de moda en el mundo anglosajón.
El utilitarismo, iniciado por los ingleses Jeremy Bentham (s. XVIII) y John Stuart Mill (s. XIX), se basaba en primar lo bueno sobre lo justo en toda consideración ética o política. Esta corriente define el bien como utilidad social. Así pues, se trata de diseñar los mecanismos para conocer las demandas sociales mayoritarias y actuar consecuentemente. El objetivo es maximizar el bienestar, conseguir "la mayor felicidad para el mayor número".
Rawls enfoca su crítica al utilitarismo en tres puntos:
a) Los llamados decisores sociales (hombre o grupo de hombres elegidos racionalmente para determinar las demandas mayoritarias) conducen una despersonalización del proceso político y conllevan la eliminación de la pluralidad y diversidad de las propias demandas sociales.
b) La decisión acerca de qué es el bien se vuelve, por tanto, unilateral porque depende de unos pocos.
c) Las garantías de libertad quedan en suspenso, ya que son simples "medios" eventuales y contingentes para la consecución del bienestar. Ayer, la sociedad reclamaba libertades por encima de todo; hoy, la mayoría social reclama seguridad. Si todo depende de las demandas mayoritarias, piensa Rawls, las libertades básicas se someten a la incertidumbre.

Frente al utilitarismo, Rawls va a primar lo justo sobre lo bueno, como hizo Kant. Por eso, se ha puesto a su filosofía el apodo de "deontológica[1]" o "formal" (porque, al igual que Kant, le da más importancia al deber y a la justicia), para distinguirla de otras filosofías prácticas llamadas "teleológicas" o "materiales" (que convierten a la praxis moral y política en un instrumento para lograr fines concretos como pueden ser la felicidad, el placer o el bien). El utilitarismo sería un ejemplo de filosofía material.

III. LA CRÍTICA DE RAWLS AL CONCEPTO DE JUSTICIA DISTRIBUTIVA: EL PROBLEMA DEL DISEÑO DE LA ESTRUCTURA BÁSICA DE LA SOCIEDAD.

Ya hemos dicho que la filosofía de Rawls se centra en el concepto de justicia distributiva. Sin embargo, no toma su significado de cierto autor o filosofía anterior, sino que reflexiona sobre él y lo precisa. Rawls logra distinguir dos sentidos muy distintos de la justicia distributiva:
1º) Entendida como asignación (justicia asignativa), la justicia se plantea en torno a la pregunta sobre cómo repartir o distribuir los bienes y asignar recursos. Esta noción, según Rawls, tiende a la eficiencia como horizonte, es decir, a una concepción de la racionalidad puramente instrumental, técnica o estratégica. Por ello, se abandona la reflexión moral sobre las razones de elección de un modelo de organización social frente a otro. Es decir, desde el punto de vista de la justicia asignativa, la justicia es independiente a si el Estado es totalitario o no, si es autoritario o no, si es democrático o no, etc. Sólo atiende a una cosa: si el reparto es eficaz, con el fin de mejorar los mecanismos técnicos de distribución.
2º) Entendida como equidad (así la defiende Rawls), la cuestión se centra en cómo organizar de forma justa la estructura básica de la sociedad. Se trata, por tanto, de pensar "cómo deben estar reguladas las instituciones de la estructura básica (...) para que un sistema social de cooperación equitativo, eficiente y productivo se pueda mantener a través del tiempo, de una generación a la siguiente". De esta forma, la reflexión de Rawls sobre la justicia distributiva se plantea el problema de la justificación y determinación de las bases morales de la estructura básica de la sociedad.
Debe quedar claro que la estructura básica de la sociedad es el diseño elemental del Estado, es decir, la Constitución, los derechos fundamentales y las instituciones políticas y sociales. Otra cosa serán las diversas políticas e ideologías que puedan tener lugar en dicho marco elemental que, en cualquier caso, deberán respetar los límites establecidos.

IV. LOS PRINCIPIOS DE JUSTICIA.

Una vez delimitado el ámbito de la justicia como equidad (estructura básica de la sociedad), podemos presentar los principios en que ésta se manifiesta:
1º) Principio de libertad: "cada persona debe tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades básicas iguales compatible con un esquema similar de libertades para otros". Se trata de una reformulación del a priori del derecho kantiano. Un esquema de libertades no es un simple conjunto ni una serie, sino un sistema donde las libertades deben compaginarse y restringirse unas a otras, mostrando su interdependencia. Por ejemplo, concebimos las siguientes libertades básicas:
-de expresión;
-de asociación;
-de conciencia;
-de pensamiento;
-libertad política;
-posesión de la propiedad personal;
-no ser objeto de detención arbitraria.
Cabrían más, desde luego, pero lo importante de este ejemplo es entender que, al constituir todas ellas un esquema, forman un sistema, se hacen interdependientes y así configuran restricciones. Por ejemplo, nadie puede reclamar racionalmente su derecho a la libertad de expresión si su acción suprime la misma libertad en otra persona, o bien si atenta contra otras libertades.
Pues bien, Rawls considera que el principio de libertad debe ofrecer el abanico más amplio de libertades que cumpla todas las exigencias de compatibilidad dentro del propio esquema y que sea igual para todas las personas.

2º) El principio de equidad: este principio no regula las libertades, sino las desigualdades sociales y económicas (por ejemplo, el acceso a los cargos públicos y el reparto de cargas fiscales y bienes). Se divide en dos:
a) El principio de igualdad de oportunidades, según el cual los cargos públicos deben estar abiertos a todas las personas con independencia de su condición social y económica.
b) El principio de la diferencia (o "MAXIMIN"), que regularía la distribución de tasas y cargas fiscales, así como el reparto de bienes, de tal forma que resultase en el mayor beneficio de los miembros más desfavorecidos de la sociedad.

Rawls insiste en que, pese a que todos los principios de justicia mencionados son importantes, el primero (el principio de libertad) es prioritario y, de los dos en que se divide el segundo, es más importante el principio de igualdad de oportunidades que la regla MAXIMIN. Esta precisión resulta fundamental para que los principios de justicia sean operativos a la hora de solucionar posibles conflictos entre ellos.

V. LA POSICIÓN ORIGINAL Y EL VELO DE LA IGNORANCIA.

Una de la teorías más polémicas de Rawls es su hipótesis de la posición original. Se trata de una situación imaginaria (al más puro estilo de la polis ideal platónica) en la cual se garantizaría la equidistancia entre las partes de un conflicto ético-político, para lograr unanimidad en el acuerdo. Dicha equidistancia haría que el acuerdo se construyese sobre la base de una estricta racionalidad compartida, imparcial, en vez de una lucha de intereses o un simple triunfo de la mayoría sobre la minoría. La equidistancia entre las partes en conflicto sólo puede lograrse, piensa Rawls, si cada una de ellas asume "el velo de la ignorancia", es decir, si pone en suspenso sus intereses, sus ventajas y desventajas, sus particularidades, sus prejuicios e incluso conocimientos respecto a otros.
Rawls insiste en que es una situación hipotética, irreal, ahistórica (es decir, nunca ha ocurrido ni ocurrirá). Sólo cumple la función teórica de representar el lugar "racional" donde se fundamentan los principios de justicia anteriormente señalados.

VI. LA RAZÓN PÚBLICA.

La hipótesis de la posición original fue presentada en 1971, en su Teoría de la justicia. Desde entonces, ha sido objeto de innumerables críticas desde todos los frentes. En sus dos últimos escritos, El derecho de gentes (1999) y Justicia como equidad: una reformulación (2001), Rawls contesta a esas críticas y trata de corregir o, mejor dicho, complementar su hipótesis de la posición original con el concepto de "razón pública", un concepto, dicho sea de paso, con fuertes resonancias kantianas.
Antes de explicarlo, conviene resumir las críticas vertidas sobre la posición original:
- Se trata de una quimera racionalista, irreal, imposible, inútil.
- Sólo se podría sostener por medio de la imposición.
- En ella desaparecen todos los rasgos sociales, etnológicos, psicológicos... connaturales a los seres humanos.
- La equidistancia entre las partes, incluso si fuese lograda, no garantizaría unanimidad en los acuerdos: puede haber discrepancias racionales.
- La posición original no sirve de fundamento racional para los principios de justicia, no es una fundamentación convincente.
- El velo de la ignorancia sólo es posible por medio de la voluntad de acuerdo de las partes en conflicto, lo cual genera contradicción y constituye una petición de principio. Se supone que si hubiese voluntad de acuerdo no habría conflicto, y si hay conflicto es que no existe voluntad de acuerdo.
- La posición original rezuma "etnocentrismo", se le da prioridad intelectual al racionalismo de Occidente frente a otros discursos posibles, se aniquila la diversidad cultural en aras de una sola tradición: la razón moderna e ilustrada.

Ante este aluvión de críticas, Rawls propondrá el uso público de la razón (o razón pública) como un ámbito imparcial al que debe recurrir todo miembro particular del Estado liberal para denunciar vulneraciones de derechos y libertades, así como cualquier otro menoscabo a la justicia de la estructura básica de la sociedad (por ejemplo, demandar la injusticia de cierta ley o de cierta actuación política). El “uso público de la razón” obliga a los participantes a plantear sus exigencias no como defensa de intereses particulares, sino de forma racional y universal, argumentando a partir de derechos y deberes ciudadanos y proyectando sus exigencias sobre esos mismos derechos y deberes. La estructura básica de la sociedad debe garantizar asimismo el acceso de cualquier ciudadano a la razón pública.
Si nos fijamos, el uso público de razón personaliza o encarna en una acción más concreta y factible lo que antes quedaba diluido en el terreno abstracto y teórico de la posición original. Sin embargo, los críticos de Rawls siguen considerando que la razón pública es etnocéntrica y suprime la diversidad cultural, ya que obliga a los ciudadanos a construir demandas por medio de un discurso racionalista ceñido a una estructura legal preestablecida. O bien se impone por la fuerza (lo cual generaría contrasentido con que la razón pública es "de todos"), o bien por el puro voluntarismo de la población (lo que nos llevaría a un optimismo ingenuo), o bien resultaría inoperante.
En defensa de Rawls, cabe decir que su teoría de la justicia no pretende establecer procedimientos, sino criterios de validez. Por tanto, es absurdo (e ingenuo) pedirle a Rawls un procedimiento técnico para establecer justicia. Su filosofía práctica nos brinda un criterio de validez para criticar si un Estado político es justo o no, si una demanda pública es justa o no, etc.

VII. COMPARACIÓN ENTRE RAWLS Y OTROS AUTORES CONTEMPORÁNEOS.

Vamos a comparar la filosofía práctica de John Rawls con dos autores, uno totalmente ajeno a su posición filosófica, el estadounidense Richard Rorty (1931-2007), y otro que, al igual que Rawls, es neokantiano, pero pretende corregir y "suplir" las carencias de Rawls en cuanto a la fundamentación filosófica de la "razón pública", el alemán Jürgen Habermas (nacido en 1929).
Richard Rorty puede ser considerado como uno de los más grandes pensadores relativistas de todos los tiempos, aunque él mismo nunca quiso calificarse de relativista y optó por el título de "pragmatista". Podemos presentarlo como un relativista que aporta soluciones a los desafíos que plantea el propio relativismo (principalmente soluciones al problema de ausencia de criterios de validez). Para Rorty, todo acuerdo intersubjetivo, sea sobre asuntos prácticos o teóricos, es posible en la medida en que las personas que participan en él hablan y se entienden. La única barra de medir la “eficacia” o la “validez” de todo acuerdo es el lenguaje compartido, o sea, el hecho de que las razones aducidas por unos resulten comprensibles para los otros y viceversa. No es posible, según Rorty, establecer un criterio de validez externo a la práctica discursiva o argumentativa. Lo “bueno”, lo “justo”, la “felicidad”, el “placer”… y, en general, la validez de las normas éticas y políticas será aquello que se acepta justificadamente por todos los participantes en un discurso abierto. Nadie puede imponer desde fuera verdades absolutas u objetivas. Rorty sostiene que los únicos criterios válidos que sirven para distinguir entre discursos legítimos e ilegítimos son la democracia y la solidaridad. Por democracia entiende la total apertura hacia el punto de vista de cualquier “otro” que pretenda sumarse al discurso. Por solidaridad entiende el esfuerzo de cada uno por hacerse entender o por facilitar la máxima inclusión de todo “otro”. Simplemente poniendo en marcha este par de criterios, Rorty confía en que el pragmatismo haga todo lo demás, es decir, nos inste a buscar continuamente acuerdos para resolver nuestros problemas y así aprender a convivir en un mundo de diversos.
Por otra parte encontramos la solución de Habermas, conocida como "ética del discurso". Él sí distingue, a diferencia de Rorty, entre el uso práctico y el uso teórico de la razón. La racionalidad teórica se basa en comprobar cómo la realidad choca contra nuestras creencias ingenuamente aceptadas, de modo que la misma realidad nos insta a crear nuevas creencias, las cuales, presumiblemente, terminarán haciéndose añicos y así vuelta a empezar. El criterio de validez para la racionalidad teórica es la fuerza de los hechos, el mundo objetivo. En cambio, en el ámbito práctico de la ética y de la política no hay un mundo de hechos que ponga a prueba nuestras teorías, sino que lo único que encontramos son normas y leyes que pueden ser o no ser aceptadas. Por lo tanto, según Habermas, el criterio de validez para toda norma moral y ley política es la ausencia o presencia de acuerdo. Para Habermas, la cuestión es: ¿cuáles son las condiciones de posibilidad para el ejercicio de la racionalidad práctica? En otras palabras: ¿cuál es su fundamento?
Para Habermas, la carencia principal del planteamiento de Rawls reside en su negativa de buscar una fundamentación filosófica de la racionalidad en su uso público. Así, no queda claro cuáles serían las condiciones de posibilidad del entendimiento mutuo (de la intersubjetividad) más allá de la indefinida “posición original” y el “velo de la ignorancia”, lo que nos llevaría otra vez al puro pragmatismo de Rorty, a la mera idea de un “voluntarismo” imprescindible para lograr el acuerdo. Más aún, esta carencia, de un modo u otro, es común, según Habermas, a todas las corrientes contemporáneas, puesto que todas ellas desterraron por principio la posibilidad de fundamentar filosóficamente la racionalidad práctica. Habermas tratará, por tanto, de retomar las intenciones kantianas, el proyecto de la Ilustración, pero asumiendo el giro lingüístico de la filosofía y los desafíos de la postmodernidad (principalmente el problema del multiculturalismo). Así pues, como veremos, la ética discursiva habermasiana se propone ofrecer un criterio universal de racionalidad práctica para que las carencias del “voluntarismo” se vean reforzadas por un “cognitivismo” de fondo.
Lo primero que propone la ética del discurso es abandonar la idea kantiana acerca de que “lo fenoménico” (inclinaciones, motivos subjetivos, instituciones del Estado y de la sociedad, etc.) y “lo inteligible” (el deber, la voluntad libre y el a priori del derecho) son dos ámbitos separados. Por consiguiente, la ética del discurso afirma que ambos conviven y se entremezclan en la praxis comunicativa cotidiana. A partir de aquí, de este factum, Habermas considera inviable el planteamiento kantiano de un discurso monológico interno universalista (apoyado en el yo transcendental) como punto de partida. De lo que se trata es que a través de la praxis comunicativa cotidiana afloren planteamientos de intereses universales, mejor dicho, universalizables por los usos del lenguaje, es decir, susceptibles de ser reconocidos justificadamente como “universales” por todos los agentes del discurso. Lo universal no abandona el discurso, tampoco viene de fuera ni puede ser establecido de forma dogmática. Tiene que poder ser expresado en razones a la luz de todos, y lo que aún es más importante, debe estar abierto a la entrada renovada de argumentos.
El problema radica en cómo construir un discurso de esas características más allá del puro voluntarismo. De entrada, es cierto que el planteamiento de Habermas va más allá del mero voluntarismo en la medida en que las “razones” transcienden a la voluntad de los individuos, a diferencia de lo que sostiene Rorty (que se conforma en la “aceptabilidad” de hecho). Pero, obviamente, no es fácil conseguir que aflore esa “universabilidad de intereses” en la praxis comunicativa cotidiana, la cual, desgraciadamente, se parece más a un campo de batalla, a una competición de opiniones, pareceres, etc., o a un conflicto entre intereses particulares. ¿Cómo universalizar intereses? ¿Cómo transformar meras opiniones en razones?
Al explorar las condiciones de posibilidad de la racionalidad práctica discursiva, Habermas encuentra que la ética discursiva no corresponde en modo alguno a un modelo “deontológico”, frío y desencarnado, que desdeñe la sensibilidad, la diversidad cultural, el contexto histórico-social, etc., sino que viene a integrar todos estos aspectos como ingredientes fundamentales para su desarrollo. Así, por ejemplo, la “empatía” es vital para que los participantes de la ética discursiva reconozcan y se abran al punto de vista del “otro”, para que sean capaces de integrarlo en sí mismos y le ayuden a expresar sus propios argumentos, supliendo sus carencias si corresponde o, por el contrario, haciendo un constante ejercicio de autocrítica. Es imprescindible que los individuos, la sociedad y el Estado desarrollen competencias y habilidades para facilitar que los argumentos se abran camino al dominio público. La ética discursiva no se cierra a las diversas concepciones acerca del “bien”, de la “justicia”, etc., (sean o no religiosas), pues intenta que todos se sumen e integren en un diálogo constructivo, en gran medida cognitivo, para acordar normas de convivencia mutuamente vinculantes. Según Habermas, el Estado laico ha adquirido en buena parte de las sociedades contemporáneas cierto carácter secular, y esto lo reviste de una aparente “validez objetiva”, verdaderamente dañina si nos impide reconocer, por ejemplo, que ha habido movimientos políticos en defensa de derechos universales promovidos por sectores religiosos (pensemos en Martin Luther King o en Mahatma Gandhi). Cuanta más conciencia tengamos de la enorme diversidad cultural y lingüística que se abre camino a medida que se rompen las fronteras geográficas del aislamiento de las “naciones”, de las “etnias” y de las “culturas”, tanto más visible se hace la urgencia de aprender a vivir en un mundo de diversos. Por tanto, es mejor concebir el marco de la ética discursiva en términos de una aldea global que en los límites perfectamente demarcados de un imperio de la razón. La filosofía práctica ha llegado a la conclusión de que no es posible (ni deseable) recuperar conceptos sustantivos sobre el bien o la justicia, pues hacerlo nos llevaría otra vez a los errores de la modernidad y al pensamiento metafísico y dogmático. Sin embargo, para Habermas, este hecho no ha de llevarnos al escepticismo ni al puro relativismo, pues nos da la clave para comprender la naturaleza de la racionalidad: contra lo que pensaba la tradición occidental, no es un edificio del saber construido sobre bases indubitables, sino una “forma” en constante evolución cuyo “contenido” siempre está por establecer. De modo que, al no haber contenidos sustantivos necesarios y universales ni posibilidad de establecerlos, la racionalidad práctica sólo puede sobrevivir como discurso, abriéndose radicalmente a la argumentación. La meta sigue siendo la universalidad, pero ya no su punto de partida.

VII. LA VIGENCIA DEL PENSAMIENTO DE RAWLS.

Quizás el mayor logro de la filosofía de Rawls haya sido tender un puente de debate entre la filosofía continental y la filosofía analítica del mundo anglosajón, dos tradiciones que pasaron casi todo el siglo XX desconectadas una de otra. Es casi un guiño o un ejemplo de justicia poética que el pensamiento de fondo fuese Kant, ya que su filosofía es un canto a la intersubjetividad. Por tanto, Rawls sigue vigente en la filosofía contemporánea porque ha abierto un debate en el que participan autores americanos y europeos, neokantianos, utilitaristas, neohegelianos y neoaristotélicos.
Pero al margen de la vigencia en el ámbito de la discusión académica, las ideas de John Rawls y los problemas a los que apuntan siguen siendo hoy tan urgentes como lo fueron en su momento, tras el fin de la II Guerra Mundial y durante la Guerra Fría. Los Estados liberales sufren en la actualidad un problema de legitimación que se pone de manifiesto ante el auge de nacionalismos radicales, fundamentalismos religiosos, conflictos étnicos, sociales, políticos, económicos... Incluso instituciones como las Naciones Unidas han sido puestas en entredicho por países que no reconocen ni se someten a sus resoluciones, que no aceptan el derecho internacional. Huelga decir que los derechos humanos se incumplen día tras día en todos los rincones del mundo. La necesidad de adquirir una base filosófica para afrontar el problema del diseño de estructuras básicas de la sociedad, para ser competente en el debate multicultural, para no dejarse llevar por el fanatismo y el sectarismo, son razones que nos instan a reclamar el conocimiento de la filosofía de Rawls y del debate que mantienen sus ideas junto a otras filosofías contemporáneas.
Hoy, que vemos cómo se impone la globalización económica y el liberalismo económico (que no político), parece imprescindible retomar la idea de Rawls de que la estructura básica de la sociedad debe ser un ámbito libre de totalitarismos e ideologías, es decir, un ámbito garantizador de que otros órdenes sociales y económicos son posibles, siempre que se sometan a la luz de la razón de tod@s.



[1] Palabra que deriva del griego "deon", que significa "deber".

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